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  • Atrocidad: Tally-ho! / 8 febrero 2005

    Atad a los perros, amigos. La cacería ha terminado. Por fin tengo en mis manos al esquivo Viskovitz y a la escurridiza Ljuba.

    Gracias a todos los que colaboraron en el rastreo. Ahora podéis pedírmelo prestado, disfrutarlo sobremanera y devolvérmelo con rapidez.

    Y gracias, gracias mil, gracias por doquier a Aida, mi amiga rubia, que lo tenía bastante muerto de risa en su estantería, y decidió regalármelo. Que Alá (el compasivo, el misericordioso) le dé la paz, la alegría y la fortuna de la joven Paris Hilton, por ejemplo.

    Con todos ustedes, Visko y Ljuba.
    **

    CUANTO MENOS HABLES MEJOR, VISKOVITZ

    El jefe de nuestro banco, que era también nuestro educador, siempre nos decía:

    -A un pez como es debido se le reconoce por el lenguaje. Nunca es vulgar, cuando te habla te mira por lo menos a un ojo, y sobre todo dice siempre la verdad…

    Nos lo decía nadando, trazando complicados dibujos al hacerlo, alternando los ritmos acompasados de la cola y de la aleta dorsal, porque la danza es la única forma en que gran parte de nosotros, los peces, podemos comunicarnos. Un lenguaje poco útil para los impacientes y para quienes no tienen suficiente aliento. Luego buscaba con su mirada mi ojo e, ineluctablemente, añadía:

    -Viskovitz, repite lo que acabo de decir.

    A aquella pregunta yo respondía callando.

    La vida me había ya enseñado que la única forma que tiene un pez de decir la verdad y hacerlo educadamente es callar. Y yo era un pez formal. Intentaré explicarme mejor.
    Si para decir la palabra “hidroeléctrico” debes dar seis vueltas arriba y abajo en el agua y tocarte la aleta anal con una branquia, es ícticamente imposible que puedas mantener la mirada en tu interlocutor, y además es poco probable que el significado de tus movimientos sea comprendido por él. Quizás entienda “anguila” y se ofenda. Nadie tiene la culpa, es culpa de la lengua, de ahí nace todos los problemas que tenemos los peces. Tomemos por ejemplo mi nombre, Viskovitz. Se necesitan unos diez minutos para pronunciarlo correctamente, y yo ya lo utilizo únicamente como ejercicio para adelgazar, entre otras cosas porque puede ser fácilmente malinterpretado y confundirse con: “Por supuesto, siempre que tu prima también esté de acuerdo”, o bien: “Cúbreme de besos, sirena”, o incluso algo así como: “Una serie matemática es perfecta cuando cada uno de sus términos es el límite de una progresión o de una regresión y toda progresión y regresión contenida en la serie tiene en la propia serie un límite”.
    La confusión se ve acrecentada por el hecho de que existen tantos lenguajes como bancos, y tantos dialectos como peces. Eso no sólo hace difícil hablar, sino igualmente difícil callar. Incluso la acción más simple, como engullir una sepia, puede ser causa de malentendidos, alguien podría ver en ello una metáfora: en ciertas culturas, el color negro de la tinta de la sepia representa el “mal”, el “engaño”, todo lo que la vida tiene de “ilusorio”; el jibión, es decir, la concha interna, significa en cambio el “alma”, la “pureza”. Por eso yo sólo como arenques, y prefiero masticarlos lejos de los bancos, de la presencia de otros peces.

    Gluglú

    Toda la fragmentación cultural que caracteriza a los océanos tiene su raíz en la dificultad de enseñar una lengua a un pez. Me explico. Si con la boca señalas un lenguado a un pez y después dibujas con tu cuerpo una L en el agua, él normalmente entenderá que aquella L quiere decir lenguado. Lo mismo puedes hacer con un arenque, un gobio o un pez rata. Pero intenta utilizar el mismo sistema para explicarle a ese pez el concepto de “inconmensurabilidad” o “clasicismo”, o hasta simplemente “verdad”. El pez en cuestión jurará haberlo pescado, pero puedes estar seguro de que habrá entendido alguna otra cosa, como “marea baja”, “buzo” o “burbujitas”.
    Mis hijos me preguntaban siempre:

    -Papá, ¿cómo nacen los peces?

    A aquella pregunta yo respondía callando.

    Hay quien se jacta de saber encontrar las palabras justas en las situaciones más delicadas, aun con oleaje, y de saber adoptar un tono natural. Es más fácil hacerlo que decirlo.
    Quiero decir que a mí ni en sueños se me hubiera ocurrido ponerme a explicar ciertas cosas, podrían haber pasado meses. Simplemente cogía a la primera hembra en celo que pasaba y les mostraba cómo se hace. Aunque tuviera ya una familia numerosa. Porque entre peces, por lo menos entre nosotros, los espinosos, el sexo nunca es nada embarazosamente íntimo o atrevido: la hembra deposita los huevos en el nido y nosotros los fecundamos sin tocarla siquiera. Nos basta observar su color y disfrutar de la pequeña danza que ejecuta delante de nosotros. En realidad, ni siquiera es necesario que se trate de una hembra. Estudios llevados a cabo por el hombre han demostrado que basta con su imagen en una plantilla de cartón para hacernos fecundar esos huevos. Aunque los huevos en realidad no estén allí. Más aún, resulta que seguimos incubando y oxigenando con la cola aquellos huevos inexistentes. Pero cuidado, eso no significa que seamos unos bobos. Significa que la naturaleza prefiere equivocarse por exceso que por defecto: si el sexo y la reproducción no respondieran a un lenguaje innato y se los dejase abandonados a su suerte ante los equívocos propios del lenguaje piscícola, cada cual pensaría que le estabas hablando de bailes cubanos o qué sé yo. Naturalmente, existen también casos extremos, como el de Zucotic, que ha dado a esos hijos inexistentes un nombre y una educación, pero se trata realmente de un caso límite.
    De cualquier modo, con tus propios hijos es una buena norma comunicarte lo menos posible, limitarte a preceptos elementales como: “No digáis vulgaridades; se acaba antes haciéndolas”, o “No mintáis; corréis el riesgo de decir la verdad”, o bien: “No digáis nunca: Cuidado, amigo, es un anzuelo; tardaréis menos en hacer un nuevo amigo”.
    Mis compañeras acostumbraban a tener el vicio de preguntarme constantemente:

    -¿Me amas, Viskovitz?

    A aquella pregunta yo respondía callando.

    Entre otras cosas, porque nunca se puede estar seguro de que la pregunta sea realmente ésa. Si quien te la hace es una morsa o un pulpo, la puedes descartar por el contexto; pero, aunque quien te hable sea la madre de tus hijos, te conviene no comprometerte con una respuesta concreta, porque si se ha apareado contigo es que viene de otro banco, y para ella “amor” significará seguramente alguna otra cosa, como “rascar la vejiga natatoria” o qué sé yo. De la misma forma, si te pide que se la rasques, puede que en realidad quiera mucho más de ti, y te conviene no contraer obligaciones.
    Tomemos por ejemplo a mi primera mujer. Lara. Venía de otro atolón y cuando la conocí no entendía ni siquiera si le decía “sardina”. Así que tuve que enseñárselo todo desde el principio, a partir de conceptos como “bueno” y “malo”, “pez” y “crustáceo”. Después de lo cual proseguí hasta llegar a las más recientes formas idiomáticas y a las expresiones arcaicas que conservan cierto valor poético. Un día, tras un año de matrimonio, sólo por conversar un poco, comenté:

    -En nuestro banco hay un pez, un tal Zucotic, que se marea, ¿te lo imaginas?

    Y ella:

    -¿Clases de yoga? No, no creo que te vayan bien.

    Perplejo, intenté entonces cambiar de tema y aventuré un anodino:

    -Hace fresquito esta noche, querida.

    Y ella:

    -¿Caviar? No, estoy en contra del aborto.

    Entonces comprendí que toda nuestra historia de amor había sido un malentendido: me expliqué todas aquellas miradas cargadas de odio y aquellas otras de repentino amor, y aquella extraña historia del abuelo fugado de una lata de sardinas. Decidí que lo mejor era separarnos y, para evitar malentendidos, cambié de mar.
    Después fui pescado y acabé en un acuario. Sólo allí empezaron a ir mejor las cosas. Allí conocí a mi última mujer, Ljuba, la más comprensiva de todas mis compañeras, la menos ambigua. Al principio también tuvimos nuestras dificultades: su perfecta belleza me hacía sentir un poco inseguro, me azoraba. Después, gracias también a su paciencia, lo superamos: hemos desarrollado nuestro perfecto código de comunicación, hecho de pequeños gestos y prolongados silencios.
    Recuerdo el día en que me abrió su alma. Me había acercado a ella con una pirueta, como diciendo:

    -Te acaricio con la mente, ¿qué profundo hechizo me une a ti? Me demoro en tu hadada piel, descubro en tu perfil atunado el infinito secreto de la dulzura.

    Ella me había respondido con un gesto desganado e imperceptible de la cola, que podía querer decir muchas cosas, pero que yo interpreté como:

    -No titubees nunca, amor, mi existencia no estima distraerse con la paz, sino que prefiere la avidez sexual y sentirse libre de toda obligación.

    Entonces yo, cosa insólita para un pez, la besé.
    Desde aquel día, desde que comprendí que no era más que una plantilla de cartón, nuestra relación es más serena, la comunicación menos laboriosa y el sexo fantástico.

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