Hoy tocan actualizaciones literarias, amigos. El presente cuento está extraÃdo del libro Eres una bestia, Viskovitz, escrito por un tal Alessandro Boffa, editado por el CÃrculo de Lectores y, posteriormente, por Lumen. Los mismos amigos que, años ha, me prestaron Gormenghast, insistieron para que leyera esta pequeña y divertida joya. No me lo compré en su dÃa y aún lo estoy lamentando: en las librerÃas me dicen que está agotado en editorial, que busque por ahà a ver si alguna otra tienda de libros no devolvió en su dÃa todos los ejemplares y mantienen alguno en stock. Snif. Vosotros, que me leéis… participad conmigo en la búsqueda! Os lo ruego, en nombre de todo lo escurrido y desaparecido!
Para los que nunca hayan oÃdo hablar del libro, un brevÃsimo resumen. Consta de unas cuantas historias, muchas, protagonizadas por animales. El héroe (o el desdichado) se llama siempre Viskovitz y siempre anda metido en problemas. Sus amigos, hermanos o compañeros se llaman siempre Zucotic, Petrovic y López. Y siempre aparece alguna hembra de lirón, rata, delfÃn o gacela, que se llama Ljuba. Dicho lo cual, os dejo directamente con el amigo Visko. Disfrutadlo.
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ES COMO PARA COGERTE CON PINZAS, VISKOVITZ
Nacer no es nunca una experiencia agradable, pero para nosotros fue un cuarto de hora horrible. Tras habernos parido bruscamente, mamá nos miró con repugnancia y empezó por decir:
-¡Malditos monstruos, obras del demonio, criaturas infames!
Luego, elevando los quelÃceros al cielo, prosiguió:
-¡Maldice, oh Todopoderoso, a esta indigna prole, y maldice su simiente, libra al universo de su obscena existencia y que el Maligno se apiade de ellos!
No es exactamente el tipo de ánimo que te esperas de una madre. De una mamá te esperas alguna arácnea forma de afecto, te esperas que te lleve a caballito, como hacen las mamás de los diablos escorpiones pequeños; esperas que te dé una educación. No que te escupa y desaparezca para siempre entre una nube de arena, dejándote con el postabdomen friéndose en medio del desierto.
Su sentido de la familia era tan escaso que ni siquiera nos dio nombres. Nos dejó solamente apellidos: Viskovitz, Zucotic, Petrovic y López.
No es de extrañar que, a pesar de ser hermanos, no nos sintiésemos realmente como tales, que decidiésemos enseguida disociar nuestros destinos y orientar nuestros apéndices en direcciones opuestas. Petrovic se dirigió al norte, López al sur y Zucotic hacia el este. Yo, Viskovitz, seguà la trayectoria del sol y me movà hacia occidente, a la conquista del Oeste.
Y de camino me preguntaba:
-¿Cómo me las arreglaré en un mundo tan competitivo sin tener familia, sin educación?
Mamá nos habÃa parido en pleno desierto de Mojave, uno de los lugares más tórridos y secos de la América septentrional. La temperatura superficial superaba los setenta grados, y la humedad relativa se aproximaba a cero. Un sitio donde no puedes permitirte lágrimas.
De repente, los sensores de mis ocho patas captaron las vibraciones de un gigantesco animal que se movÃa hacia mà y que probablemente querÃa mi muerte.
Es una pena que me haya llegado ya el fin, me dije, qué lástima que mi nacimiento haya sido sólo una pérdida de tiempo. Los arácnidos no somos unos llorones como los mamÃferos, pero la verdad es que mi primera reacción fue buscar el regazo de una mamá inexistente y ponerme a gimotear. Intenté esfumarme. Pero algo iba mal. Las patas, en lugar de seguir las órdenes de los ganglios cerebrales, conducÃan mi trasero exactamente en la dirección opuesta que yo deseaba, hacia el suicidio. ¿Cómo era posible que fuese tan torpe? Fui a dar de narices con aquel monstruo, y allÃ, consternado, vi cómo mi cuerpecito realizaba una serie de gestos rapidÃsimos, sobre los que no tenÃa ningún tipo de control. Al final el escarabajo yacÃa por tierra, con mi cola clavada en el cráneo, paralizado por el veneno. MovÃa todavÃa las antenas, pero yo habÃa empezado ya a sorberle la linfa, a devorarle los apéndices.Â
Pero entonces, ¿quién era yo? La respuesta es obvia: un depredador, una alimaña programada para matar. Con un estremecimiento de terror, me di cuenta de que no tenÃa ningún poder sobre aquellas descargas de reflejos condicionados, sobre aquel instinto salvaje. ¿Era un monstruo?
Dos dÃas después, mientras todavÃa estaba acabando de despulpar aquella presa, recibà la visita de otro escorpión, un adonis de aspecto insolente y por lo menos cinco centÃmetros de largo.
-No me gusta que se cace en mi territorio, mocoso -silbó-. Deja el escarabajo y lárgate.
En aquellos dÃas habÃa crecido considerablemente, pero no lo bastante como para poderme permitir ser descortés con un tipo como aquél. Era una de esas situaciones en las que no queda otro remedio que meter la cola entre las patas y bajar los palpos.
Quise decir:
-Perdone, señor, he nacido hace poco y no sabÃa que éste fuera su territorio, le pido una vez más excusas.
Pero la voz que se elevó de mis peines sonó en realidad asÃ:
-No me gusta que me hablen en ese tono, extranjero. Veamos si tu cola es tan rápida como tu lengua.
Una vez más vi que mi propio cuerpo me desobedecÃa, y, consternado, me vi avanzar con las quelas oscilando y la cola amartillada, en posición de combate. Con los ocelos laterales vi que un grupo de termitas se reunÃa a nuestro alrededor para presenciar el duelo. ¿Qué podÃa hacer? Nada, sólo quedarme mirando, como aquellos peones, y confiar en que mis instintos supiesen lo que se hacÃan. Mi adversario se movió primero, pero su cola estaba todavÃa en el aire, a mitad de camino, cuando la mÃa ya descargaba su veneno.
-Llegarás lejos, chico -dijo entre estertores de agonÃa el vencido-. ¿Cómo te llaman?
-Mi nombre es Viskovitz -bufé.
Dejé aquel cadáver a los necrófagos, me lustré la cola e, instintivamente, me grabé una muesca en el primer somito. Caray, Viskovitz, me dije, caray.
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Aquel duelo no fue más que el primero de una larga serie: cada vez que un escorpión demasiado petulante proclamaba ser el amo del territorio que yo pisaba, mi cola decidÃa indefectiblemente lo contrario. Todo aquel inútil derramamiento de linfa no habrÃa sido necesario si yo hubiera sido un tipo sedentario, pero las mÃas eran las patas de un nómada solitario, y no podÃa hacer otra cosa que ir a donde me llevaran. Hasta que nadie osó interponerse en mi camino, y un dÃa oà cómo un animal provisto también de quelas, que observaba a una prudente distancia, decÃa:
-Mira, hijo mÃo, aquél es Viskovitz, ¡la cola más rápida del Oeste!
La población de las dunas empezó a acudir a mà para enderezar entuertos y dirimir disputas, y habÃa quien hubiera pagado cualquier precio, en presas o en territorio, para contar con mis favores. Pero lo que yo más deseaba era poner mi cola al servicio de la justicia, y asÃ, cuando los honrados hermanos Earp me pidieron ayuda para proteger su pedacito de territorio de la ambición de los riquÃsimos y prepotentes hermanos Ewing, me puse de su parte de buen grado. En una hazaña que ya se ha hecho famosa, tras haber eliminado uno tras otro a sus sicarios, me enfrenté a los hermanos Ewing cerca de Boot Hill y los maté a los cuatro simultáneamente con un solo golpe de quelÃceros, cola y mandÃbulas. Si hubiera terminado asÃ, serÃa una empresa de la que sentirse orgulloso. Pero cuando los cuatro hermanos Earp, radiantes de alegrÃa por aquella victoria, vinieron a mi encuentro para darme las gracias… bueno, los maté también a ellos de un solo golpe de quelÃceros, cola y mandÃbulas.
Con el corazón desgarrado, les vi morir, y uno de ellos me dijo:
-Tú no puedes hacer nada, skorpio, es tu forma de ser, eres un paruroctonus maesanensis, una tosca forma de vida que ha sobrevivido sólo gracias a la velocidad de sus reflejos asesinos. No serÃas tan rápido si pudieses razonar acerca de lo que haces. Basta un nada, una vibración dentro de tu circunferencia crÃtica, y ¡zas!, tus obtusos reflejos golpean. Es la locura de este ecosistema, que produce máquinas tan incontrolables y estúpidas como tú, Viskovitz.
Luego era realmente cierto. Era un extraño dentro de mi propio cuerpo, impotente ante los automatismos de mi primitivo sistema nervioso. Exudé una lágrima y maldije mi suerte. HabÃa acabado por comprender que el único servicio que podÃa prestar a mi gente era mantenerme alejado. Por eso Dios Nuestro Señor me habÃa puesto en el desierto: para que hiciese el menor daño posible a sus criaturas.
Pero muy pronto alcancé la madurez sexual, y las patas empezaron a llevarme allá donde más alta era la concentración de feromonas femeninas. Un dÃa encontré gran cantidad en el entorno de una escorpioncilla rosada llamada Lara, que tenÃa el preabdomen convexo y el telson piriforme. Al verme indeciso, quiso tranquilizarme:
-No tengas miedo, Visko, las feromonas sexuales inhiben el instinto depredador -rió.
Asà pues, me fui acercando hasta casi tocarla. Por primera vez, entraba en mi circunferencia crÃtica un ser vivo y continuaba estándolo. Por primera vez, sentÃa el aliento de otro arácnido, el calor de su metabolismo. ¡Era un milagro, mi instinto asesino habÃa sido domesticado por la belleza y el amor! Sentà la necesidad de comunicarle toda la emoción de mi alma, toda la ternura de mis sentimientos, pero lo único que conseguà expresar fue una burda y breve descarga de reflejos copulatorios, que además no dieron en el blanco.
-Lo siento, es evidente que en esta materia soy menos preciso que con la cola -farfullé.
-Son cosas que pasan, los escorpiones somos artrópodos más bien toscos, ya verás como con el tiempo nos entenderemos mejor.
-¿Con el tiempo? ¿Y que pasarÃa si la atracción sexual disminuyera? PodrÃa volver el reflejo asesino.
-No disminuirá, ya lo verás. Y además, no creo que ese reflejo asesino sea algo que el psicoanálisis no pueda curar. Quiero vivir contigo, Visko, criar a tus hijos y envejecer a tu lado.
Por un instante vi mi vida bajo aquella nueva luz. SerÃa un padre de familia responsable, sentarÃa la cola de una vez y vivirÃa en armonÃa con la comunidad. Los domingos asistirÃa a los oficios religiosos, sin asesinar a nadie durante el sermón, y Dios me bendecirÃa.
-De acuerdo, Lara. Hagámoslo. ¿Lara?
Pensé que se habÃa quedado dormida. Sólo más tarde me di cuenta de que tenÃa mi aguijón hundido en su cráneo. Nuestra relación no habÃa superado la prueba del tiempo. Considerándolo un gesto obligado, llevé el cadáver a su familia y busqué en mi yermo vocabulario algunas palabras de aflicción y de excusa, pero lo único que conseguà hacer fue matar cruelmente a sus padres y violar a su hermana. Realmente la vida social no estaba hecha para mÃ.
Aquel incidente no fue más que el primer desengaño de mi tormentosa vida sentimental, marcada por el fracaso de cualquier intento de mantener una relación afectiva estable, de construir una familia. Una y otra vez se repetÃa el mismo guión. Siempre llegaba el dÃa en que, al volver de la caza, encontraba a mis seres queridos asesinados por algún bandido. Entonces, como es costumbre hacer en el Oeste, juraba venganza sobre su tumba y me ponÃa en marcha tras las huellas de los asesinos. Pero aquellas huellas siempre se cerraban sobre su propio cÃrculo, llevaban a mÃ, el bandido era siempre yo, siempre yo el sanguinario verdugo. Ante la evidencia de mis delitos, buscaba en vano la venganza levantando la cola sobre mi propia cabeza: la palabra “suicidio” no formaba parte de mi vocabulario genético. Mi reflejo asesino se burlaba de mÃ. ¿Quién podÃa poner fin a aquellos horrores y hacer justicia?
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Los escorpiones somos animales terminales en la cadena alimentaria, por lo que no podÃa esperar que me matara ningún depredador. Sólo una cola más rápida que la mÃa podÃa castigarme por mis pecados. Por fortuna, a raÃz de los crÃmenes, los estupros y las carnicerÃas que continuaba cometiendo, se habÃa puesto un alto precio a mi cabeza, y empezaban a aparecer los primeros asesinos a sueldo: las mejores colas de la zona se reunÃan formando cuadrillas de vigilancia e intentaban darme caza. DÃa tras dÃa, mientras les fracturaba el cráneo, no perdÃa la esperanza de que me retara alguno verdaderamente avezado. Quizá alguno de mis hermanos, o incluso aquel padre al que nunca habÃa conocido y que, violando a mi madre, habÃa dado inicio a aquella maldición. Pero fue un perfil bien distinto el que vi aparecer un dÃa por el horizonte.
Era negra como el veneno, llameante como el odio, bella como la muerte.
Bajó por la duna, silenciosa como un espejismo, desmadejándose como una odalisca, y se acercó amblando los tarsos y flexionando los escudos, con la majestad de una reina del desierto, con la malicia de una bruja carnÃvora. Se detuvo a cinco cuerpos de mÃ, apoyó sobre los tarsos los peines de los palpos y clavó en mà cuatro de sus ojos de langosta.
-No te engañes -silbó-. Estoy aquà para matarte.
Su olor me aturdÃa, me desarmaba, bloqueaba todos mis reflejos de defensa. Su subyugadora malicia me paralizaba como el veneno que inmoviliza a la presa antes de dar el golpe de gracia. Por fin habÃa encontrado aquello que buscaba: mi derrota. HabÃa llegado el momento de aceptar con gratitud el fin. Y, sin embargo, nunca habÃa sido tan fuerte el deseo de vivir, nunca habÃa tenido tanto sentido la existencia como en aquellos instantes. Y además, ¿qué utilidad tendrÃa mi muerte, si sobrevivÃa aquella seductora diabólica, aquella máquina de exterminio aún más mortÃfera que yo?
Aquel pensamiento me proporcionó la furia necesaria para amartillar la cola y adoptar la posición de combate.
Permanecimos inmóviles observándonos fijamente, con mirada glacial y totalmente vacÃa, nuestros cuerpos entregados por entero al único poder que conocÃan, la ley de la cola, la única ley del Oeste. Siguió un largo silencio, sólo roto por el rumor de las patas de arañas, ácaros e insectos que se congregaban formando un cÃrculo a nuestro alrededor, para seguir aquel rito tan antiguo como el desierto. El viento silbaba con un sonido siniestramente similar al de un degüello, un canto de muerte.
Entonces se produjo la vibración que esperaban nuestros reflejos asesinos.
Nuestros cuerpos se abalanzaron el uno contra el otro y… observamos pasmados cómo se acariciaban, se buscaban, se fundÃan en un abrazo tierno y explosivo.
Al final la más azorada era la depredadora.
-Nunca habÃa sido humillada de esta forma, jamás me habÃa sucedido… Te odio, Viskovitz.
-Tampoco tú me eres simpática, pero puedes llamarme Visko.
-Yo… soy Ljuba -dijo con un sonido sibilante.
Durante las horas, durante los dÃas que siguieron, aquel duelo se repitió en numerosas ocasiones, siempre con el mismo resultado de paridad. La victoria estaba destinada a quien primero se cansase del otro. Ljuba estaba convencida de que le sucederÃa a ella, y no dejaba de echárseme encima para demostrármelo, hasta el punto de hacerme sentir bastante harto de ella; y entonces acababa por golpearla con la cola, aunque con tan poca energÃa que parecÃa una caricia. Seguimos asà algunas semanas, hasta que un dÃa le dije:
-Ljuba, está claro que entre nosotros existe una primitiva y tosca forma de pasión y que ninguno de los dos quiere ver muerto al otro. Por tanto, lo mejor para ambos será que nos separemos antes de que alguno salga realmente malparado.
-Creo que tienes razón, pero, ¿y los pequeños?
-¿Los pequeños? A ésos será mejor matarlos enseguida después del parto.
Ljuba parió una niñita negra y malvada como ella y un varoncito con la colita vivaz idéntico a mÃ. Habrá sido por aquel parecido, o quizá por algo relacionado con el olor, pero lo cierto es que no fui capaz de hacer caer la cola sobre ellos: cada vez que me disponÃa a matarlos, una descarga de reflejos involuntarios me forzaba a llevarlos a caballito, cantarles viejas baladas y preocuparme por su educación.
Todos los dÃas, al amanecer, cuando veÃa a Ljuba enterrar a los pequeños bajo la arena para que conservaran la humedad, sentÃa horror. La primera vez que se pusieran a lloriquear, probablemente los matarÃamos. Y si nosotros los defraudábamos, serÃan ellos quienes nos matarÃan. Tarde o temprano volarÃa alguna cola.
Todas las noches, al volver a casa de la caza con el corazón en un puño, me esperaba lo peor. En cambio, otras veces me sorprendÃa a mà mismo deseándolo, invocando la catástrofe.
Pero dÃa tras dÃa, un mes tras otro, la vida continuaba tranquila. Los pequeños seguÃan creciendo sanos y asesinando a sus compañeros de colegio, Ljuba y yo seguÃamos adorándonos y haciendo auténticas escabechinas entre nuestros vecinos.
Todo seguÃa en armonÃa y no habÃa forma de escapar a aquella intolerable, siniestra felicidad.
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Para echar un ojo a otros relatos de Eres una bestia, Viskovitz, podéis pasaros por el siguiente link:
http://www.alu.us.es/j/javescinf/algomas/viskovitz.html
No estoy segura de cómo va la cosa de los derechos de autor. Que le quede claro al señor Boffa (y a sus sin duda astutos y malévolos abogados y representantes) que mi intención al transcribir todo su relato no es lucrativa. Sólo pretendo encontrar ese maldito libro, comprarlo y empezar a prestarlo y recomendarlo fervientemente a quieres me rodean.
Que Yaveh, el compasivo, el misericordioso, bendiga a Mg.t y a Jm.t, cuyas recomendaciones y préstamos tan feliz me han hecho siempre. Y que les envÃe una plaga de langosta y otra de champán.
2 Comments
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