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  • Edmund Kean, a escena.

    Por pura coincidencia, Amigos Lectores, el personaje de hoy también está relacionado con Shakespeare. Juro que no se trata de una burda argucia para que todos ustedes tiren al contenedor de papel su ejemplar de Juan Salvador Gaviota y se decidan, de una puñetera vez, a leer algo del caballero de Stratford-upon-Avon. Aunque deberían.

    EDMUND KEAN
    17 de marzo de 1789-15 de mayo de 1833

    Aunque ya han transcurrido más de ciento cincuenta años de su muerte, Edmund Kean está todavía considerado como uno de los actores más grandes que pisaran jamás la escena. Kean, un bastardo nacido en un desván de Londres, era más bien bajito, y su voz no era profunda ni resonante. Pero contemplarle, según el poeta Samuel Taylor Coleridge, era “como leer a Shakespeare entre destellos de luz”.

    Kean apareció por primera vez en escena a la edad de cuatro años, interpretando a Cupido en el ballet Cymon, de Jean-Georges Noverre. De natural afectuoso e inteligente, se ganaba rápidamente el corazón de quienes lo conocían. En 1794, unos amables benefactores le pagaron la escuela, donde le fue bastante bien hasta que, harto de la disciplina, se largó por una ventana y se fue a Portsmouth, a embarcarse como grumete. La vida del mar, desgraciadamente, resultó ser incluso más estricta que la de tierra: a Kean le dio un satán al poco de llegar, y decidió fingirse sordo para escapar de allí. Se ve que ya apuntaba maneras de actor, porque engañó completamente a los doctores que le reconocieron en Madeira.

    De vuelta a Londres, se puso bajo la protección de su tío, Moses Kean, que era ventrílocuo, mimo y actor, y que le inició en el estudio de Shakespeare. Una actriz, la señora Tidswell, le enseñó los rudimentos de la profesión y se hizo cargo de él al morir su tío. Naturalmente, el joven Edmund se comportó como un caballero y estudió como un bendito… durante unos meses. Nuevo satán y nueva fuga, pero esta vez directo hacia los escenarios: tenía una oferta para actuar durante veinte noches en el teatro de York, interpretando a Hamlet, a Hastings y a Catón. Y lo hizo tan bien que los rumores sobre su magistral interpretación llegaron a los oídos más altos, los del rey Jorge III, que le invitó a presentarse en el castillo de Windsor.

    Después de esta entrada triunfal en el mundo del teatro, se unió al Circo Saunders, donde aprendió danza, esgrima y música, y donde se rompió las dos piernas realizando piruetas ecuestres.

    Poco tiempo después de la aventura circense, representó a Shylock en El Mercader de Venecia, su primer papel de protagonista en el teatro Drury Lane, de Londres, en 1814, y se convirtió en una estrella que rompió todos los récords de taquilla. Su ascenso fue imparable: interpretó también a Hamlet, a Otelo y a Ricardo III con un éxito clamoroso. No tardó nada en convertirse en un divo inaguantable, paranoico perdido, que vivía convencido de que ningún otro actor podía o debía hacerle sombra.

    Como había crecido en la miseria, disfrutó de su éxito a lo grande. Gastaba como un jeque, bebía como un nenúfar, follaba como una ninfómana en el corredor de la muerte y salía de jarana todas las noches. Fundó el Club de los Zorros, que aparentemente era una organización para actores profesionales, pero en realidad sólo era una tapadera para cogerse unas chuzas de concurso, acompañado de actrices y rameras portuarias. Con semejante ritmo de vida, Kean escupía sangre al término de su primera temporada.

    Su éxito, con todo, permaneció inalterable tanto en Inglaterra como en Norteamérica, hasta 1825, año en el que un marido celoso descubrió y publicó a los cuatro vientos el largo romance que su esposa había mantenido con el actor. Kean se las arregló para no ir a parar a la cárcel, pero el escándalo fue tan grande que acabó por no poder hacer acto de presencia en escena, porque el público le abucheaba en cuanto entraba. Escapó entonces a Norteamérica, pero las noticias de sus desmanes habían llegado hasta allí, y en muchas ocasiones le ocurrió lo mismo que en Londres. En otras, fue justo al contrario: unos indios Hurones vieron su representación en Quebec y quedaron tan impresionados que le nombraron jefe de su tribu, con el nombre de Alanienouidet. Finalmente, tras una noche nefasta en un teatro de Boston, en la que el público se amotinó, decidió volverse a Londres, esperando que allí ya hubiesen olvidado o perdonado.

    No fue así, y Kean, que veía su carrera destrozada, empezó a beber copazos de coñac durante el espectáculo, fuera del escenario. A menudo se desmayaba antes o después de su intervención, y en algunas ocasiones estaba tan débil que olvidaba su parlamento. Ya no tenía la energía suficiente para mantener la ilusión de que su frágil cuerpo (ahora esquelético) y su rostro demacrado llenasen como antes el gran escenario.
    Cada vez más incapaz de actuar, se quedó sin un céntimo y se vio obligado a luchar para conseguir papeles importantes y poder representarlos. El 19 de febrero de 1833 se desvaneció en escena. No obstante, logró recuperarse, y el 25 de marzo pudo representar el papel de Otelo en el teatro londinense del Covent Garden. Su hijo Charles hacía el papel de Yago. Kean, pálido y tembloroso, bebió varios vasos de coñac, luego salió a escena y el público le aclamó. Durante los dos primeros actos luchó por sobreponerse, pero en el tercero, cuando empezaba uno de los parlamentos que le habían hecho célebre –”¡villano, os aseguro que demostraré que mi amor es una furcia!”- tendió los brazos para agarrarse a su hijo y se desplomó mientras murmuraba: ”¡Oh, Dios mío, me estoy muriendo! Háblales a ellos por mí.”

    Sin embargo, aunque él lo hubiera preferido, su muerte no se produjo en el escenario. Sobrevivió varias semanas, negándose a comer pero sin dejar de beber coñac. Por fin, el 14 de marzo, a los cuarenta y cinco años, el actor perdió la consciencia y, a la mañana siguiente, lejos de las tablas y sin ninguna dramática frase final, expiró.

    Una lástima, ¿verdad? Debería haber susurrado algo apropiado a la ocasión, tal que ”Apaga la luz y luego apaga su luz”. Pero no. Ntchs.

    Con esto, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes, les dejo por hoy. Hagan lo que digo y no lo que hago: vayan a la biblioteca, así esté lloviendo a chorro. Yo me enmendaré mañana, y buscaré algo bonito para traerles y recomendarles. Claro que sí.

    Hasta entonces, tengan cuidado ahí fuera, donde daríamos nuestro reino por un coñac.
    Constant Reader.

    4 Comments

    1. Escrito el día 15 septiembre 2006 a las 10:19 am | Permalink

      He leído este post oyendo el temazo “Asilos Magdalena” de Mars Volta y a pesar de que me acabo de levantar y estoy de mala hostia, he tenido un momento bello, poético y lacrimoso. Lo que hace la música y la poesía.

    2. Gatitabast
      Escrito el día 17 septiembre 2006 a las 11:46 pm | Permalink

      Oigan, ¿qué ha pasado con el ojo reptante? Me están preocupando, Lector y Webmistress.

    3. nomi
      Escrito el día 21 septiembre 2006 a las 8:14 pm | Permalink

      Estimada Srta. Constante:

      Menos recorrerse las bibliotecas ajenas y más postear. Cabentzotz.

      Suyo,

      el de siempre

    4. pedro cano
      Escrito el día 17 marzo 2007 a las 11:50 pm | Permalink

      acabo de leer un reportaje a gassman en el 81 y por é descubrí a este actor, según gassman magnífico. gracias por saber algo de su vida

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