Buenos dÃas, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.
Algo bueno tenÃa que tener el paro, Amigos. Todo este ocio que me reconcome el hÃgado me va a servir para poner al dÃa las entradas que tengo incompletas, que me miran con ojos acusadores desde el limbo. Siempre es más fácil ponerse con algo nuevo, porque entonces está uno poseÃdo del espÃritu del descubrimiento, de la alegrÃa del buscatesoros, pero hay también una gran satisfacción en revisar un clásico, releerlo de punta a cabo y pensar: “Esto tendrÃa que enseñarse en las escuelas, coño”. Y además, lo antiguo es mejor, como dicen los Hermanos Pizarro.
Lo que les traigo hoy tendrÃa que haberlo recomendado mucho antes, pero es que los libros de la editorial Alba que tengo en la cola para recomendar son legión, y siempre me parece estar haciendo trampa cuando recomiendo uno, porque a estas alturas ustedes ya tendrÃan que saber que estos chicos editan mucho, muy variado y muy bien, y que lo mismo da leerse Colocados, una historia cultural de la intoxicación que Por qué creemos en cosas raras o Durmiendo con extraterrestres. Todo es bueno y bello y bien ilustrado con hermosas fotos. Si ustedes dudan alguna vez a la hora de adquirir algo, porque también Alba ha editado alguna cosilla que pfé, siéntanse libres de llamarme y preguntarme.
A lo que Ãbamos, el libro de hoy. Lo recomendé la semana pasada en el programa de radio, que me cazó un poco en bragas y me obligó a tirar de lecturas añejas. No es que no hubiera leÃdo nada nuevo, es que a veces me lo pienso dos veces y me digo: “pues a lo mejor a los oyentes no les tira mucho el tema del canibalismo“, o “igual no es el mejor momento para comentar los mitos hebreos“, o “la historia de la heroÃna es estupenda, pero a ver cómo lo explico para que a mi abuela no le dé una angina de pecho cuando lo oiga”. Y otras veces es que me doy cuenta de que el programa es solamente un dÃa a la semana y dura nada más que diez minutos, y hay que reservar una parte de esos diez minutos para los textos que yo extraigo del libro y graba Ali Ãlvarez, y algunas cosas, sencillamente, no pueden contarse en tan poco tiempo.
Total, que recomendé a los oyentes y les recomiendo ahora a ustedes esta maravilla pequeña:
Lo escribió, como se puede ver ahà en la portada, la señorita Janet Flanner (y lo traduce Damián Alou Ramis, cuyo nombre figura solamente en el interior, pero ya lo saco yo a la palestra para que lo vean ustedes, porque traducir es como limpiar, un trabajo que parece que sólo se nota cuando está mal hecho, y eso es grandÃsima injusticia). ¿Y saben ustedes quién fue Janet Flanner? Pues ya se lo cuento yo, que la señora lo merece.
Janet Flanner nació en 1892, en Indianápolis, capital del estado de Indiana, de una familia cuáquera. Como curiosidad, les cuento que sus padres tenÃan una funeraria y que montaron el primer crematorio del estado. AsÃ, entre muertos y aromas de formol, creció nuestra heroÃna. Fue a la universidad de Chicago, salió de allà en 1916 y volvió a Indianápolis, a escribir en el periódico local la crÃtica de cine. Pero no tardó en dejar el empleo, porque en la universidad habÃa conocido a William “Lane” Rehm, un artista neoyorquino del que se habÃa hecho muy amiga y con el que, en 1918, contrajo matrimonio. Oh, el amor, suponemos que dirÃan las amigas de Janet. No, no exactamente. Más bien: Oh, vivo en Castroculo y me muero del asco y este tÃo vive en Nueva York y me cae realmente bien. Sácame de aquÃ, William, por la gloria de tu madre. Dicho y hecho: allá fue la señorita Flanner, a la ciudad grande y hermosa que era Nueva York en los años casi 20. Lará, larito.
Qué pinta estupenda tenÃa la señora, ¿verdad? No sé si la foto corresponde a un lunes por la mañana o a una fiesta de carnaval, pero vamos, que le hacÃa mucha falta salir de ese pueblo de mierda (un beso, buena gente de Indianápolis) y pasear por Manhattan. William era, por cierto, un gran tipo. El matrimonio les duró un suspirito, pero mantuvieron el contacto, fueron amigos toda la vida y él siempre estuvo ahà para apoyarla, tanto en su carrera literaria como en su paso del Rubicón.
Mientras Janet pasea por Nueva York y se acerca al hotel Algonquin, donde el cÃrculo vicioso de la señorita Dorothy Parker rajaba del mundo entero y se bebÃa hasta el agua de los ceniceros, nosotros vamos, si les parece, a conocer a otra estupenda señorita: Sarah Wilkinson.
Sarah Wilkinson nació en 1888 en Troy (Nueva York). Era de las que no necesitan echarse el tarot para ver su futuro: familia de clase media, un buen colegio, un matrimonio con su amor de la infancia, Oliver Filley, y seguramente dos niños, una casa con jardÃn y muchas visitas a la biblioteca, el teatro y la sala de conciertos más cercana. Tururú. Sarah era un culo inquieto y, con la tarta de bodas todavÃa en la boca, ella y su flamante marido hicieron las maletas y se fueron a China, Japón y Filipinas, donde vivieron unos años porque el mundo es grande y vale la pena echarle un vistazo.
Cuando volvieron a Nueva York, ella se puso a trabajar como crÃtica de teatro para el New York Tribune y como freelance para el National Geographic. Ahà fue cuando decidió rebautizarse y ponerse un nom de plume de los que quedan flotando en el aire un ratito después de pronunciarlos: Solita Solano.
El uso de este sonoro pseudónimo tuvo que ver, parece con una disputa con su familia, que acabó por desheredar a la jovencita. Pero también se me ocurre que si nosotros, latinos anglófilos, imaginamos historias protagonizadas por John y Nicolette, es lógico que al otro lado gusten de vestirse con un sonoro nombre vagamente hispano. Yo tuve un amigo alemán que llegó a España sabiendo decir solamente Cuándo se come aquÃ, y que se puso de nombre artÃstico Paco Pescado. Y los fans de Barry Gifford recordarán personajes de nombres tan estupendos como Romeo Dolorosa, Calavera Dorfman o los hermanos Mano y Boca Demente. En mi barrio nadie se llama asÃ, pero anda que no serÃa bonito.
Solita Solano, pues, iba un buen dÃa paseando por Greenwich Village cuando se dio de morros con Janet Flanner, que acababa de casarse con el amigo William. Zacabumba, flechazo instantáneo. Oliver, tenemos que hablar. William, cariño, te vas a reÃr cuando te lo cuente. No sabemos cómo se lo tomó el primero, pero ya les digo que el segundo era más bueno que el pan tierno y despidió a Janet con besos y bendiciones. De hecho, ni siquiera se molestaron en divorciarse hasta mucho más tarde, y aun entonces lo hicieron amistosamente y sin gritarse.
Las dos señoritas habÃan encontrado a su alma gemela. Las dos leÃan todo lo que les caÃa cerca y se iban de copas con gente tan estupenda como Harold Ross, editor de The New Yorker, o su mujer, Jane Grant, escritora feminista que coincidió con Janet en la Lucy Stone League, un grupo que luchaba para que las señoras pudieran conservar su propio apellido al casarse, lo que a lo mejor a usted, Amigo Lector Nacido y Criado en Tiempos Modernos, le parece una chorrada como un piano. No lo era entonces y sigue sin serlo, y aprovecho para recordar a los escépticos la existencia de una tienda de ropa para novias que se llama Señora de. Con dos cojones.
Total, que Janet y Solita se lo estaban pasando pipa y decidieron ir a pasear tanto amor y tanta literatura por algún lugar exótico. Le cedo la palabra a James Campbell, autor del prefacio de ParÃs era ayer. Dinos, James.
Cuando Janet Flanner llegó a ParÃs en 1922, intuyó que su futuro literario estaba en la ficción. TenÃa treinta años, acababa de librarse de un matrimonio que no le convenÃa y admitÃa que le atraÃan más las mujeres que los hombres. Se habÃa embarcado en una novela que se titulaba La ciudad cúbica, un tÃtulo que sonaba bastante moderno, intentaba escribir poesÃa y esporádicamente mandaba artÃculos a periódicos y revistas.
Su compañera en la Orilla Izquierda era Solita Solano, una actriz que se pasó a la escritura y que también huÃa de las convenciones. La pareja seguirÃa manteniendo su amistad de por vida, aunque no siempre fueron amantes. Solita habÃa sido desheredada y se habÃa inventado una nueva identidad, pero ni a ella ni a Flanner les faltaba el dinero. Pasaron un año viajando por Grecia, Italia y Alemania antes de alquilar de manera permanente cuatro habitaciones en el modesto Hotel St. Germain des Prés, en la Rue Bonaparte. No habÃan oÃdo hablar de la Generación Perdida, pero de todos modos, fuera lo que fuera, ellas no pertenecÃan a aquella. Flanner vivió en hoteles gran parte de su vida; más adelante residirÃa en el Ritz.
No sé a ustedes, pero a mà me da una envidia de espanto el concepto de escritor, generalmente norteamericano, que decide vivir en un hotel porque puede y porque le da la gana. Da lo mismo que sea en la propia ciudad, como Dorothy Parker en el Algonquin, o en el extranjero, como hacÃan Truman Capote y Jack Dunphy cuando se iban a Italia. La cosa es que vivir en un hotel supone renunciar alegremente al concepto de hogar, supone vivir entre extraños, alimentarse de martinis y aperitivos salados, decirle al mundo que ahà te las den todas. Bien y bravo. Y después de este breve inciso, volvemos a lo nuestro. ¿Qué estabas diciendo, James?
Además de su obra de ficción y de su poesÃa sáfica, Flanner escribió cartas: a su madre, a la que preocupaba la cabezonerÃa de su hija; al marido que habÃa abandonado, que al parecer le mantuvo su lealtad y afecto en años posteriores; a una vieja amiga de Manhattan, Jane Grant, que se habÃa casado con un periodista llamado Harold Ross, que en 1925 estaba a punto de convertirse en el director del recientemente fundado New Yorker, una revista de noticias de actualidad y de humor. En sus primeros números, el New Yorker tenÃa muy pocas pretensiones literarias (se las dejaba a su rival, el Vanity Fair, que publicaba a gente como Aldous Huxley, Djuna Barnes y Edmund Wilson).
Los Ross debieron de compartir las cartas de Flanner, tal como suelen hacer las parejas, pues en el verano de ese año, cuando la revista llevaba apareciendo apenas unos meses, Jane Grant la invitó a enviar una crónica quincenal desde ParÃs. Ross, le dijo, “quiere anécdotas e informaciones que les resulten familiares a los norteamericanos, chismes acerca del mundo del arte y un poco sobre la moda, quizá… muchos comentarios acerca de la gente que se ve por ahà y quiere que en todo ello le inyectes una personalidad definida. De hecho, cualquiera de tus cartas servirÃa”.
De este modo, Janet Flanner empezó a enviar noticias a su paÃs, igual que se las mandarÃa a un confidente, aunque con los años alcanzarÃa la cifra de medio millón de lectores. La fórmula de Jane Grant era buena: muchos escritores envidian el brÃo de sus propias cartas, y se preguntan cómo transmitir la misma seguridad a su obra “seria”.
¿Y qué es lo que habÃa en ParÃs para que mereciera la pena mandar una crónica cada quince dÃas? Pues, para empezar, la Generación Perdida. Les pongo en antecedentes, que les veo un poco perdidos también.
En ParÃs, en la Rue de l’Odéon, la señorita Adrienne Monnier regentaba esta librerÃa tan bonita:
En la Maison des Amis des Livres se vendÃan las obras señeras de la literatura contemporánea. Pero además, también era punto de encuentro de escritores como André Gide, poetas como Paul Valéry o novelistas como Jules Romains. A estas reuniones asistÃa de vez en cuando Sylvia Beach, una joven norteamericana que se quedó pasmada de ver tanto y tan bueno allà mezclado y decidió hacer lo mismo, pero en inglés. Se fue al otro lado de la calle y abrió esta librerÃa:
Aquello fue la repanocha, la caraba, el acabóse. Entre la Maison des Amis des Livres, la librerÃa Shakespeare & Company y el café Les Deux Magots circulaba lo más granado, lo más talentoso y lo más extravagante del ParÃs de la época. HabÃa pintores, como Henri Matisse, Pablo Picasso o Max Ernst; habÃa bailarinas, como Isadora Duncan o los componentes del Ballet Ruso; habÃa actrices, como Sarah Bernhardt; habÃa condesas y rameras, habÃa militares y habÃa poetas surrealistas, habÃa un poco de esto y un poco de aquello y todo era bueno.
Y, especialmente, habÃa un montón de escritores, residentes o visitantes, que cuesta enumerar sin pasmarse muchÃsimo: estaba el protomacho Ernest Hemingway; estaba el (increÃblemente bueno y recomendable) poeta e. e. cummings con su mujer; estaba la pareja Toklas-Stein, centro del mundillo lésbico; estaba el popular John Dos Passos; estaba el aún más popular James Joyce, que era la estrella del momento por la polémica publicación del Ulysses; estaba el poeta Hart Crane, que era un borrachuzo de los que hacen época; estaban Scott y Zelda Fitzgerald, que organizaron un fiestorro memorable en un barco anclado en el Sena, y más adelante estarÃan Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir. Y muchos, muchos más.
Con ellos, Janet y Solita se fueron a merendar, al teatro, al ballet y a dar una vuelta. Se lo pasaron pipa e hicieron amiguitos. Djuna Barnes, que las conocÃa y frecuentaba mucho, las retrata en su Almanaque de las mujeres, con los pseudónimos de Nip y Tuck. También Janet Flanner habla de ella en sus crónicas:
Djuna Barnes era la escritora más importante que tenÃamos en ParÃs. Era una mujer alta, bastante guapa, de voz vigorosa, y una extraordinaria conversadora, llena de recuerdos de su vida neoyorquina en Washington Square y de su excéntrica infancia en algún lugar del Hudson.
La historia que más me gustaba de las que contaba trataba de una época en que su padre, que tenÃa unas ideas curiosas acerca de la nutrición, decidió que, puesto que las gallinas comÃan guijarros para ayudar a la digestión, unos cuantos guijarros en la dieta de sus hijos podrÃan resultar igualmente saludables.
Si el Amigo Lector piensa que su familia es un circo de grillados, deberÃa probar a lidiar con la familia de la señorita Barnes. Además de someterla a la dieta pétrea, el padre de Djuna encontraba muy conveniente abusar regularmente de ella, con la colaboración de la abuela de la criatura. Pero otro dÃa hablaremos de la vida y obra de Djuna Barnes, porque desde aquà les estoy viendo quedarse ojipláticos del susto.
Las crónicas de Janet incluÃan un poco de todo: estrenos, necrológicas, ecos de sociedad y cotilleo puro y duro. Cotilleo de altura, naturalmente. Venga, échenle un ojo al debut de Josephine Baker en ParÃs:
Hizo su aparición completamente desnuda, a excepción de una pluma rosa de flamenco entre las piernas; la llevaba sobre el hombro un negro gigantesco, y ella estaba boca abajo con las piernas abiertas ciento ochenta grados. El negro se paró en mitad del escenario, y sujetándola por la cintura con sus largos dedos como si fuera un cesto, la bajó hasta el suelo del escenario en una lenta voltereta, donde ella permaneció, como una magnÃfica carga que acaban de dejar, en un instante de completo silencio. Josephine Baker era una inolvidable estatua de ébano. Un grito de saludo se estendió por todo el teatro.
Lo que sucedÃa después no era importante. Los dos elementos especÃficos habÃan quedado establecidos y eran inolvidables: el magnÃfico cuerpo moreno de ella, un modelo nuevo que por primera vez demostró a los franceses que lo negro era hermoso, y la vehemente reacción del público masculino y blanco de ParÃs, la capital del hedonismo de toda Europa. No habÃa pasado ni media hora desde que bajara el telón de la noche del estreno, y la noticia de su llegada se habÃa extendido a través del boca a boca por todos los cafés de los Champs-Élysées, donde los testigos de su triunfo, delante de una copa, repetÃan excitados el relato de lo que acababan de ver: ellos sin saciarse nunca de reiterarlo, y los que los escuchaban anhelando oÃr más verdades tan fantásticas como ésa.
¿Más mujeres hermosas y peligrosas? Claro que sÃ. Cora Pearl, por ejemplo:
Fue en los Champs-Élysées donde ParÃs comenzó a cambiar, justo antes del inicio de la década de los treinta. Al igual que la Quinta Avenida de Nueva York, ese corazón antaño tranquilo y casero de un organismo residencial exclusivo, los Champs-Élysées de pronto se vieron invadidos de carteles de pelÃculas llenos de color, que demostraban que lo que habÃan sido tranquilas mansiones se habÃan metamorfoseado subrepticiamente en salas de cine, siempre los primeros intrusos.
De todas las lujosas residencias privadas que antaño compusieron ese elegante y breve parcours francés de riqueza y uso doméstico, al final sólo sobrevivió lo que se denominaba el Travellers Club, y aún hoy perdura. Antiguamente fue la residencia de la gran cocotte Cora Pearl.
Se rumoreaba que en las bañeras habÃa grifos de oro con cabezas de cisne. Se sabÃa que, en su momento de esplendor, un admirador enamorado lo perfumó enviando diariamente suficientes ramos de violetas para alfombrar su pequeño salón de recibir, en cuyo suelo no se veÃa otra cosa. Sus visitantes caminaban sólo sobre aquellas flores moradas.
El Travellers Club es hoy el club residencial más exclusivo y caro de Europa. Su fachada es lo que perdura, y tras ella algunos caballeros viven temporalmente su errante existencia.
Seguro que hemos comentado antes, en la entrada anterior, sin ir más lejos, que lo mejor de leer un buen libro es que, además de ponerte de rodillas, te obligue a leer otros. Uno lee inocentemente a Capote, que es el que conoce, y se encuentra buscando desesperadamente a Willa Cather. Uno lee Los grandes naturalistas y aprovecha el cumpleaños de Darwin, que es ahora mismo, para echar un ojo a todas esas ediciones sobre su vida y su obra. Y uno lee a ParÃs era ayer y necesita saber más sobre Liane de Pougy:
El anuncio en los periódicos locales de que Liane de Pougy -la princesa Ghika- va a divorciarse, ha conmocionado a la sociedad y despertado muchos recuerdos. Hoy es una hermosa mujer de sesenta años. En los primeros dÃas de la Tercera República su juventud deleitaba e impresionaba. La lanzó en el Folies-Bergère Eduardo VII, por entonces prÃncipe de Gales, a quien, aunque él no la conocÃa, mandó una nota que decÃa: “Sire: esta noche debuto. DÃgnese aparecer y aplaudirme y triunfaré”. Él apareció y ella triunfó.
Poco después, los hombres se morÃan por ella. Hizo que el suicidio se pusiera de moda. Todo parisino que podÃa permitÃrselo se enamoraba de ella. Para sus pies, que eran deliciosos, pronto tuvo anillos de esmeraldas que llevaba sólo cuando estaba en la cama. Sus otras joyas eran fabulosas. Incapaz de llevarlas todas al mismo tiempo, y a fin de humillar a una rival, una vez entró en la Ópera sin más joya que el destello de sus ojos y sus dientes. Pero la seguÃa su doncella, los hombros caÃdos por el peso de los collares de su señora: en sus manos, sobre un cojÃn rojo, se extendÃan todas las diademas, broches, anillos y demás joyas que habÃa decidido no ponerse.
Un admirador, para enviarle unas cuantas rosas, las colocó dentro de un jarrón de plata, ató el jarrón dentro de una victoria, añadió jacas, arneses de plata, cochero y mozo. Catulle Mendès la inundó de poemas. Fue la heroÃna de Marcel Schwob y Jean Lorrain.
Ahora, a sus sesenta años y todavÃa rica, pues conservó sus gemas, se divorciará del prÃncipe Georges Ghika, al que conoció y cautivó una noche en el Moulin Rouge, donde, tras ser conducida por error al palco de aquél por el acomodador, amenazó con quitarse todas las prendas azules que llevaba -incluyendo sus ballenas de seda-, y que ella enumeró, prometiéndole que se las lanzarÃa todas a la cabeza si la obligaba a cambiarse de sitio.
En cuanto a su explicación de la causa del proceso legal emprendido ahora, lo único que comenta es “Siempre he sido una vÃctima del amor”. Ya ha llenado dieciocho pequeños volúmenes con la historia de su vida. No se ha publicado, pero la Bibliothèque Nationale los ha aceptado como legado.
Hale, no les cuento más, que esto está siendo más largo que un domingo sin paga. Me voy a la ducha, a despegarme el pijama, no sin antes declarar que, como es habitual, todas las imágenes empleadas son de libre uso, pero si alguna no lo fuera, mil perdones pido. Ustedes, Amigos, busquen por ahà ParÃs era ayer o sáquenlo prestado de la Biblioteca Constante, que acaba de abrir el salón de lectura en la terraza, al solecito. Vengan a verme, que estoy ociosÃsima y paseo en pijama por la casa como una pantera enjaulada. Vengan a verme y les daré café y libros, o cervecita y queso asturiano. Vengan a verme antes de que alguien me llame, me ofrezca un trabajo y acabe con esta pertinaz vagancia. Vengan, que el fin está próximo, pecadores.
Y tengan cuidado ahà fuera, donde es verdad, es primavera.
15 Comments
No hay comentarios? Por qué no hay comentarios? Ah, que es viernes y la gente está pensando en otra cosa.
Yo, sin embargo, he quedado subyugada bajo tanto glamour y savoir faire. Los finales del XIX seguramente no fueron los mejores tiempos para el género femenino, y aún asÃ, las que se escaquearon se escaquearon a lo grande, oiga.
Brindo pues por su entrada y la convido a contarme todo esto en un café de ParÃs, cuando las circunstancias lo permitan. Sé llegar sin mapa hasta Shakespeare&Co (donde entraba solo porque era Una LibrerÃa Superbonita Al Lado de Casa) y hasta un par de cafés desgastados en las callejuelas de la Riviere Gauche.
Kit, que va presta a releer a Ms Dorothy Parker.
…Y asà se demuestra que ser interesante, bohemio, y bello es, sobre todo, una cuestión de dinero.
Y que el romanticismo, en realidad, es de pobres.
Buena inclusión la de Willa Cather: hay buenÃsimas autoras de fines del XIX y principios del XX ensombrecidas injustamente por la puñetera Virgina Wolf.
Hermosa entrada, doña Sara. Me recordó dos filmes de placentera visión, ambos dirigidos por Alan Rudolph: “The Moderns” (1988) y “Mrs. Parker and the Vicious Circle” (1994). Imagino los conocerá.
Sin embargo, respecto de este último siempre me cupo una duda: ¿cuánto habrá de cierto en lo que se cuenta sobre las reuniones del Algonquin? La misma Mrs. Parker siembra la duda en una respuesta que le da a Marion Capron en 1955 en una entrevista para el “Paris Review”. Dejemos que hablen ellas mismas.
«PR: Es una creencia popular que en la década de los 20 habÃa mucha más comunicación entre los escritores. Las discusiones en la Mesa Redonda del Algonquin, por ejemplo.
»DP: Yo no iba allà con mucha frecuencia… es demasiado caro. Otros iban. Kaufman estaba allÃ. Supongo que era bastante divertido. Mr. Benchley y Mr. Sherwood iban cuando tenÃan un centavo. Franklin P. Adams, cuya columna era muy leÃd por la gente que querÃa escribir, iba ocasionalmente. Y Harold Ross, el editor de “The New Yorkerâ€. Era un lunático profesional, pero no sé si era un gran hombre. Era profundamente ignorante. En uno de los manuscritos de Mr. Benchley anotó en el margen, frente a “Andrómacaâ€: “¿Quién es éste?†Mr. Benchley respondió, también por escrito: “No se meta con estoâ€. El único de cierta estatura que iba a la Mesa Redonda era Heywood Broun.»
¿Qué sabe usted al respecto?
Un saludo. Y gracias por seguir “posteando”. Es un placer leer sus entradas.
Como siempre, un placer leerte… no sé por qué sapristis no habÃa vuelto por tu web, hasta le has dado una mano de pintura con la niña Kit! Me alegro mucho de haber vuelto, y de encontrarme con cosas tan bellas como esta entrada. Gracias.
Un beso desde Gijón.
Vaya banda de furcias.
No, en serio, muy buena entrada, sobre todo la parte en la que se le ven las tetas a la negra
Por cierto, ¿alguien sabe como se llaman las autobiografÃas de Rene Magritte y de Max Ernst? ¿Y sabe alguien si están editadas en la lengua de Chiquito?
Iberlibro tiene unos filtros de busqueda que…
Oye, pues igual me paso este finde a por TODOS esos libros de los años 20… Talk to me, Sarah.
Kit: no sé si hay unos tiempos que pudiéramos llamar buenos para el género femenino. Pero sÃ, estas señoritas hicieron lo que se les cantaban ganas, asà que bien y bravo por ellas.
davyjones: absolutamente de acuerdo. No hay como tener pasta para darse el lujo de escribir poesÃa, emborracharse con pintores o asistir diariamente al teatro. Pero mire qué distancia media entre el tontaco de Borja Thyssen y estas increÃbles señoritas. De Virginia Woolf puedo decir poco, porque la verdad es que no soy muy fan, asà lo confieso.
Vivaldo Moore: por alguna razón que desconozco, no hay manera de encontrar “La señorita Parker y el cÃrculo vicioso”. No creo que la hayan editado en DVD y yo nunca fui capaz de encontrarla en VHS. Si usted la encuentra por ahÃ, sea magnÃfica persona y cómprela para mÃ, y yo se la reembolsaré con intereses. A lo que comenta en esa entrevista no puedo añadir nada, no he seguido tan de cerca todo lo que hizo y dijo Dorothy Parker. Pero era famosa por dar palos atroces hasta a sus mejores amigos, asà que vaya uno a saber.
Skady: es usted siempre bienvenida, aunque ya ve que actualizo bien poquito. ¿Le gusta el aspecto del Nuevo y Perfeccionado Lector Constante? Pásele las felicitaciones a la webmistress, que es la que se lo curra todo.
Frank: la otra noche se dejó usted los libros que iba a llevarse. Al dÃa siguiente, alguien le echó el ojo a “Opio” y me lo pidió. Pero le tengo segundo en la cola y todavÃa puede llevarse el de Janet Flanner. Respecto a las memorias de esos ilustres señores, no puedo orientarle. A ver si algún Amigo Lector sabe algo y lo comparte.
Qué pasa con el último post, que no lo puedo leer, yo que soy fan de Leo Perutz (al menos viene en las etiquetas, asà como De noche bajo el puente de piedra)Gracias.
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