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  • Tan chiquita como era

    Ya lo sé, ya lo sé. Estoy en paro, estoy ociosa y vergüenza debería darme lo abandonados que les tengo. Pero es que el sol entra por mis ventanas y yo me voy a leer al sofá o a la terraza, y cuando me doy cuenta me he dormido y ha cambiado el color del día y ya no hago nada que pueda serle útil a nadie. Tsk.

    Tengo cosillas pensadas, siempre estoy leyendo algo que me gustaría que ustedes leyeran, pero ya se habrán dado cuenta de que no soy capaz de poner un extracto, anotar los datos básicos y ahí me las den todas. No, eso nunca cuela, siempre tengo que buscar imágenes molonas, anécdotas bellas de la biografía del autor, otros trabajos menos conocidos y cualquier otra minucia que me parezca que va a interesarles a ustedes y que no provenga de la Wikipedia. Que no es que yo tenga nada en contra de la Wiki, Yaveh nos la conserve, pero para ese viaje no necesitaban ustedes alforjas. Y así, por una cosa o por otra, me dejo sin recomendar maravillas sin cuento.

    Así que, aunque sea solamente para volver a poner en marcha la rueda, les traigo hoy el comienzo de un cuento estupendo de un autor portentoso. Esto se llama La peste en el barrio judío, está sacado del libro De noche, bajo el  puente de piedra y lo escribió el Grande y Terrible Leo Perutz. La edición que yo tengo es del año en que reinó Carolo, de Acervo Cultural, y está traducido del alemán por las señoritas Annie Reney y Elvira Martín. Parece que está complicado de encontrar, porque Destino, que  ha editado otras obras de Perutz, la reeditó en el año 2005 y yo no he vuelto a verla en ninguna parte, ni en librerías normalitas ni en las de segunda mano. El ejemplar de la Biblioteca Constante está a disposición del que lo pida (y prometa devolverlo, que mis fondos se ven muy mermados por culpa de los morosos). Echen un ojo, a ver si les gusta.

    ***

    En el otoño del año 1589, cuando la muerte hacía grandes estragos entre los niños del barrio judío de Praga, dos pobres cómicos ambulantes, hombres encanecidos ya, que ganaban el sustento haciendo reír a los invitados de bodas y festines, caminaban por la calle Beleles, que desde la plaza de Nicolás conducía al cementerio judío.

    Oscurecía. Los dos se sentían débiles y hambrientos, pues hacía dos días que no probaban más que unos mendrugos de pan. Eran tiempos difíciles para los cómicos; en esos días en que la ira de Dios había caído sobre los niños inocentes no había bodas ni festines en la judería. Uno de ellos, Oso Manso, hacía ya una semana que llevara al prestamista Marcos Koprivy la hirsuta piel que le servía para disfrazarse de animal salvaje y realizar sus cómicas piruetas. El otro, Jaimito el Loco, había empeñado sus cascabeles de plata. Ya no les quedaban ahora más que la ropa y el calzado, y Jaimito el Loco conservaba todavía su violín por el cual el prestamista no había querido darle nada.

    Marchaban despacio, pues la oscuridad no era completa aún y no deseaban que los vieran entrar en el cementerio. Muchos años hacía que con su honrado trabajo ganaban el sustento diario y las necesidades del sábado, y ahora tan a menos habían venido que precisaban acudir al cementerio a recoger las monedas de cobre que a veces dejan los fieles para los pobres sobre las piedras.

    Cuando llegaron al final de la calle Beleles y vieron a su izquierda la muralla del cementerio, Jaimito el Loco se detuvo, señalando la puerta de Gerson Jalel, el zapatero remendón.

    –Si aún está despierta Flor –dijo–, la hijita del zapatero, voy a tocarle la canción:

    Mis años son cinco,

    Mi corazón da un brinco.

    Y ella saldrá por la puerta y bailará en la calle.

     

    Oso Manso se despertó. Soñaba con una sopa caliente de coles con tropezones de carne.

    –Estás loco –gruñó–. Cuando venga el Mesías y cure a todos los enfermos, tú seguirás siendo loco. ¿Qué me importa Flor, la hijita del zapatero? ¿Para qué quieres que baile? Siento el hambre hasta en los huesos.

    –Si tienes hambre en los huesos, toma un cuchillo, afílalo bien y cuélgate –dijo Jaimito el Loco, y tomando el violín que pendía de su espalda, empezó a tocar.

     

    Pero por más que tocó no quiso salir la hijita del zapatero.

     

    Jaimito el Loco bajó el violín y permaneció perplejo. Cruzó la calle y miró dentro de la casa por la ventana abierta.

    La habitación estaba vacía y a oscuras, pero de la alcoba salía luz, y Jaimito el Loco vio al zapatero y a su mujer sentados en banquetas bajas y cantando las oraciones por su hijita Flor, a quien habían enterrado la víspera.

    –Ha muerto; así que también el zapatero cayó de las nubes al duro suelo. Nada poseo, pero daría cualquier cosa por que ella estuviese con vida. Tan chiquita como era y sin embargo al verla sentía como si el mundo estuviera en su mirada. Cinco años tenía y ya le tocó morder la fría tierra.

    –Cuando la muerte va al mercado compra de todo –murmuró Oso Manso–. Nada le parece poca cosa.

    Y en voz baja recitaron los dos, mientras proseguían su camino, las palabras del salmo del rey David:

    “Ahora que morarás bajo la sombra del Omnipotente, no te sobrevendrá mal. Pues que a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos sus caminos. En las manos te llevarán, por que tu pie no tropiece en piedra…”.

    La noche había cerrado por completo. En el cielo, entre oscuras nubes de lluvia, había una luna pálida. Tanto era el silencio de las calles, que desde el río llegaba el susurro del agua. Temerosos y asustados, como si sus propósitos fueran contrarios a lo que Dios manda, entraron por la puerta estrecha al jardín de los muertos.

    Se extendían bajo la luna, inmóvil y silenciosa, las oscuras aguas, plenas de misterio, del río Sabatión, las que quedan quietas en el Día del Señor. Las piedras blancas y grises se inclinaban unas hacia otras como si aisladas no pudieran con el peso de los años. Los árboles alzaban sus ramas deshojadas a las nubes como en confusa queja.

    Jaimito el Loco iba delante, siguiéndole Oso Manso como una sombra. Marcharon por un caminillo estrecho, entre jazmineros y saúcos, hasta llegar a la carcomida piedra del rabino Avigdor. Aquí, sobre la sepultura del gran santo cuyo nombre era una luz en las tinieblas del exilio, Jaimito el Loco encontró un penique plano de Maguncia, un tres de cobre y dos moneditas lombardas. Siguió andando hasta donde, bajo un arce, se hallaba la piedra del rabino Gedalia, el famoso médico.

    De repente, Jaimito el Loco se detuvo y trató de asir a su compañero por un brazo.

    –Oye –susurró–, no estamos solos. ¿No oyes ese murmullo que pasa?

    –Loco –dijo Oso Manso, que acababa de encontrar una gruesa moneda bohemia, algo doblada, que se metió en el bolsillo–. Loco, es el viento que barre las hojas secas caídas.

    –¡Oso Manso! –dijo con voz estrangulada Jaimito el Loco–, ¿no ves contra la muralla resplandecer y relucir algo?

    –Si estás loco –gruñó Oso Manso–, bebe vinagre, cabalga en un palo y ordeña chivos, pero a mí déjame en paz. Lo que tú ves son las piedras blancas, que la luna hace relucir.

    Pero de repente se escondió la luna entre las oscuras nubes, y Oso Manso vio que no se trataba de las piedras blancas, no; junto a la muralla del cementerio flotaban en el aire figuras luminosas, niños con largas túnicas blancas que asidos de las manos se mecían como bailando sobre sus tumbas frescas. Y por encima de ellos, invisible para el ojo humano, se hallaba el Ángel de Dios que los custodiaba.

    –¡Que Dios se apiade de mí! –gimió Oso Manso–. Jaimito el Loco, ¿ves tú lo que yo veo?

    –¡Alabado sea el Creador del Mundo! Sólo Él hace los milagros –susurró Jaimito el Loco–. Veo a Flor, la palomita, la inocente, y a los dos niños de mi vecino, que han muerto hace siete días, los veo también.

    Y al reconocer ahora que era el otro mundo lo que se manifestaba ante sus ojos, quedaron sobrecogidos de espanto, se volvieron y echaron a correr, saltando sobre las piedras sepulcrales, tropezando con las ramas, cayendo y enderezándose, huyendo por su vida, y no se detuvieron hasta verse de vuelta en la calle.

    Sólo al llegar allí dijo Jaimito el Loco, volviéndose hacia su compañero:

    –Oso Manso, ¿vives todavía? ¿estás aquí? –y los dientes le castañeteaban.

    –Vivo y entono alabanzas a mi Creador –respondió la voz de Oso Manso en la oscuridad–. En verdad que la mano de la muerte se ha posado sobre mí.

    Y por el hecho de haber quedado ambos con vida, reconocieron ser voluntad de Dios que dieran testimonio de lo que habían visto.

    Quedáronse todavía un momento en la oscuridad, deliberando en baja voz, y luego se fueron a buscar al rey secreto en su casa, el alto rabino, que era versado en el lenguaje de los muertos, escuchaba las voces de los abismos y sabía interpretar los terribles signos del Señor [...].

    ***

    A mí me escalofría muchísimo eso de “Cuando la muerte va al mercado compra de todo, nada le parece poca cosa”. Brrrrfs. Qué bien escribe este señor, ¿verdad? En De noche, bajo el puente de piedra tienen ustedes historias estupendas, como la del condenado a muerte que oyó hablar a los perros de un tesoro escondido, o la del duelo entre dos caballeros que obligó a uno de ellos a bailar sin descanso una zarabanda durante una larga y aterradora noche, o la del amor del emperador Rodolfo II por la bella judía Ester, la mujer de Mordecai Meisl, el hombre a quien persigue el dinero. Entre otras cosas igual de bellas.

    Los Amigos Lectores de novela negra pueden echarle también un vistazo a El maestro del juicio final, que se encuentra con facilidad de segunda mano, editado por Alianza Emecé en la colección Selecciones del Séptimo Círculo, que es el sello que crearon Borges y Bioy Casares para editar sus policiacas favoritas y que tiene cosas bien bonitas y necesarias.

    Con esto les dejo, Amigos. A ver si se me acaba el ocio de una puta vez, y entonces tendré miles de cosas que contarles y ni diez minutos para hacerlo y lamentaré no haberlo hecho en estos largos, largos días en los que no hago nada más que leer y tocarme a dos manos el pozo de los gozos. Tsk.

    Tengan cuidado ahí fuera, donde nos tocará morder la fría tierra.

    6 Comments

    1. Escrito el día 5 abril 2009 a las 4:43 pm | Permalink

      A Perutz lo lee con mucha atención Walter Benjamin, aunque ya le pone algunas pegas. No sé si se cuela en alguna de las crónicas de Joseph Roth, pero le echaré un ojo. Palabra. Elegante post, como siempre.

    2. Schnuffelo Tuhé
      Escrito el día 13 abril 2009 a las 4:03 am | Permalink

      B|ackbird te recuerda con fervor.

    3. Ra está en la aldea
      Escrito el día 17 abril 2009 a las 5:07 am | Permalink

      “Elegante post, como siempre”, sobre todo en esa cosa tan buena de “tocarme a dos manos el pozo de los gozos”. Me chifla.

    4. C. Rancio
      Escrito el día 23 abril 2009 a las 2:59 am | Permalink

      Ingram, por fin veo la famosa entrada. Que es excelente, as usual. Por cierto, y sobre lo que dice Alvy: el ensayo que cierra la colección de cuentos Señor, apiádate de mí habla mucho y bien de los vínculos de Perutz con las lumbreras austrogermanas de entreguerras.

    5. Joserra
      Escrito el día 24 abril 2009 a las 4:15 am | Permalink

      Gracias por el post, así podré releer algunos pasajes de un libro que yo leí en edición de Muchnik y que está guardado en un desván metido en una bolsa de basura. Una cosa, son cuentos pero al final creo recordar que cobraban un sentido unitario ¿no? También estaba en esa editorial un volumen de cuentos titulado Apiádate de mí Señor. Gracias otra vez, sabe usted mucho y escribe muy bien.

    6. Lector Constante
      Escrito el día 26 abril 2009 a las 6:11 am | Permalink

      Alvy Singer: Bienvenido, gracias por leer y comentar. Y dígame, ¿qué pegas le pone Benjamin a Perutz? ¿Tiene usted un enlace por ahí para ir a echar un ojo?

      Schnuffelo Tuhé: yo también me acuerdo de Blackbird. Cuantísimo tiempo. :)

      Ra: precisamente eso ha sido poco elegante, me parece. Pero es que hay tanta metáfora bella para referirse a los órganos de la generación que es pena no utilizarlas más.

      C. Rancio: gracias por la paciencia. No sé qué le pasó a esta entrada, que no se veía bien. Mea culpa, me temo, que no uso las herramientas adecuadas. Y, ya que lo comentan usted y el señor Singer, tengo que releer Señor, apiádate de mí, que lo tengo en Asturias, porque juro que no recuerdo el ensayo que mencionan. Creo que lo leí a la vez que a Nikos Kazantzakis y me dejó más atónita el segundo, ya ven lo que son las cosas.

      Joserra: gracias a usted por señalar el fallo que no permitía leer la entrada. Y sí, los cuentos van hilados por la historia del emperador y la esposa de Mordecai Meisl, pero pueden leerse de manera independiente. ¿Ha leído usted Praga Mágica? Contiene un relato de Perutz increíble. Échele un ojo si tiene ocasión.

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