Buenas tardes, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.
El mes pasado, con la cosa navideña, me fui a Asturias, donde está la mitad de la Biblioteca Constante. Algunas veces me traigo de esos viajes algún libro, que se queda en Madrid y ya no vuelve, pero en los últimos tiempos intento no hacerlo, porque en la Biblioteca Constante madrileña ya no me cabe ni uno más y estoy empezando a prestar oÃdo a los tentadores cantos de sirena del libro electrónico. Total, que en el último viaje me traje uno que tenÃa ganas de releer y de traerles a ustedes, que se lo merecen todo: Vidas de los césares, de Cayo Suetonio.
Y dirán ustedes: “Vaya por Dios, con lo bien que Ãbamos con la novela negra”. No se alarmen, amigos. A todos, a mà la primera, nos intimida un poco el tocho clásico cuando lo vemos ahÃ, en esa sección desierta de la biblioteca. Sabemos que contendrá demasiadas fechas, demasiadas referencias a paÃses que ya no se llaman como se llamaban (si es que aún existen como tales) y demasiadas batallas entre un tÃo que se llamaba Décimo Cayo Flavio y otro que también se llamaba Cayo, que asà no hay quien los distinga, que parecemos abuelas viendo pelÃculas americanas. Esto es asà y a nadie que tenga Facebook le apetece.
Olviden su justificado temor a morir de aburrimiento en un triclinium: para ayudarles a pasar el Rubicón y meterse hasta las trancas en la cosa romana estoy yo y está el bueno de Suetonio. Las vidas de los doce césares son estupendas, están escritas con una soltura y un saber hacer que para mà los querrÃa y son muy, muy interesantes. Tampoco voy a engañarles: en cada biografÃa hay una pequeña parte que es una chapa poderosa, pero el Lector Constante que se vista por los pies sabe que hay que pasar unas cuantas piedras por el tamiz para encontrar oro.
Suetonio, como le recomendó el Rey al Conejo Blanco, empieza por el principio, sigue hasta llegar al final y allà se para. Comienza hablando de la estirpe del césar, de su nacimiento y los prodigios que lo rodearon, porque los romanos eran muy fans del prodigio, y continúa con su educación hasta el momento de tomar la ropa viril, que es el momento en el que el romano deja de ser niño para empezar a ser hombre. A esto le siguen un par de etapas que son las que al Lector Constante pueden parecerle una pizca coñazo: la carrera del césar y sus batallitas. Es fácil perder el interés entre una batalla en la Galia cisalpina, un pleito con un tribuno de la plebe por el impuesto sobre el trigo y un discurso en el Senado sobre la ciudadanÃa romana. Desde aquà les oigo bostezar, amigos. Pueden pasar rápidamente esas páginas o pueden, si se ven con ánimo, leerlas con un buen mapa de las provincias romanas y un diccionario de romanos importantes. Lo primero, ¿verdad?
Total, que lo mejor está por llegar. Las últimas etapas de las vidas de los césares son estupendas: vida privada, prodigios que anunciaron su muerte, muerte propiamente dicha y testamento. A poco que sepan ustedes de la cosa romana, sabrán que la vida privada de un romano ilustre era un desmadre y un despiporre. Vicios, orgÃas, crÃmenes, desafueros y jolgorio como si no hubiera un Júpiter. A Suetonio lo acusaron de cotilla y de morboso, como si de un presentador de Sálvame se tratara, pero a mà me parece que todo está escrito con la misma claridad y sencillez que el resto. Hasta dirÃa, y ya me contarán cuando lo lean, que hay una delicadeza importante en Suetonio y en la forma en que habla de los vicios de quienes eran poco menos que dioses para su pueblo.
Vamos al turrón. Una de las causas por las que me gusta Suetonio es el manejo del ritmo. Es difÃcil explicar qué es el ritmo en la escritura y yo misma sudo sangre cuando tengo que definirlo para un atento grupito de alumnos. Es de esas cosas, como limpiar o traducir, que destacan solamente cuando están mal hechas. Si usted está leyendo algo y no pierde el interés, si está deseando acelerar para saber qué ocurre después pero no lo hace porque está disfrutando como un marrano en un charco y tampoco quiere perderse nada, el autor ha acertado con el ritmo.
Ejemplo al canto: el fragmento que van a leer es la muerte de Julio César. No hay nadie, a estas alturas, que no sepa cómo murió César y seguramente también lo sabÃan los coetáneos de Suetonio. No importa. Saber a dónde vamos, saber que es inevitable acabar ahÃ, no estropea la lectura en absoluto, al contrario. Vamos a ir leyendo y parando para comentar la jugada, si les parece. Alehop.
Hubo prodigios admirables, que anunciaron a César su próximo fin. Se observó que los caballos que habÃa consagrado cuando el paso del Rubicón y los habÃa dejado pacer en libertad, se abstenÃan de tomar alimento y lloraban abundantemente. El augur Espurina le advirtió en un sacrificio que estaba amenazado de un peligro, al que se verÃa expuesto en los idus de Marzo. La misma noche anterior al dÃa de su muerte, soñó que volaba sobre las nubes y tocaba la mano de Júpiter. Calpurnia, su mujer, soñó que caÃa el tejado de su casa y que su marido estaba en sus brazos herido de muchos golpes. Las puertas de su alcoba se abrieron por sà mismas.
Empezamos bien, ¿verdad? Los animales hacen cosas raras, ése es un prodigio de manual. El augurio de Espurina es más claro, más fácil de interpretar, pero a mà me gustan especialmente los sueños. César duerme inquieto y Calpurnia también, y al llegar la mañana los dos han soñado algo funesto. Es bonito el de César, volar sobre las nubes, tocar la mano de Júpiter, pero a mà me parece muy tierno, por su simbolismo, el de Calpurnia, donde su marido es el tejado de su casa, el que la protege, y ese tejado va a caer muy pronto. No hacÃa falta la segunda parte para saber lo que significaba ese presagio terrible y, por si eso fuera poco, las puertas de la alcoba se abren solas. La cara de César tuvo que ser un poema.
Todas estas razones y su salud, que era muy débil por entonces, le hicieron dudar si debÃa quedarse en casa y diferir para otro dÃa lo que aquél tenÃa que hacer en el Senado; pero Décimo Bruto le exhortó a no faltar al Senado, donde le esperaban en gran número y desde hacÃa mucho tiempo.
Bravo, Suetonio. El lector, y especialmente el lector que ya sabe lo que va a ocurrir, está que se sube por las paredes, deseando avisar a César, impedir que vaya hacia su muerte, gritarle: “¡No vayas al Senado, César, que no te espera nada bueno allÃ!”. Seguro que Calpurnia le dijo eso mismo, y sabemos que dudó. Como harÃamos ustedes o yo, pensó: “Puedo faltar y decir que estoy enfermo”, que es una de las reacciones más humanas que yo he visto en mi vida. Pero allà se le esperaba desde hacÃa mucho tiempo.
Salió a la quinta hora del dÃa y le entregaron un escrito que contenÃa detalles de la conjuración; lo puso entre otros que llevaba en la mano izquierda, como dejando para más tarde su lectura. Inmoláronse muchas vÃctimas, sin que una sola diera presagios felices, y despreciando estos temores religiosos entró en el Senado, después de haber dicho a Espurina: “Ved cómo los idus de Marzo llegaron sin accidente”. “TodavÃa no han pasado”, contestó el augur.
Todo se precipita. Suetonio golpea una y otra vez sobre lo inevitable y sobre cómo pudo haberse evitado. César pudo haberse quedado en casa, pero fue al Senado. Por el camino pudo haber sabido que iban a matarle, pero no lo supo. Cada paso le aproxima a su muerte y, como si alguien quisiera avisarle a gritos desde muy lejos, llegan los augurios funestos, pero tampoco César hace caso de ellos, los desprecia. A esas alturas es imposible que estuviera tranquilo y, sin embargo, muestra coraje y le dice a Espurina: “ha llegado el dÃa y aún estoy vivo”. Con la respuesta del augur terminan las advertencias: el destino de César está sellado. No nos queda sino contemplar la tragedia.
Cuando tomó asiento rodeáronle los conjurados como para hacerle la corte, y de pronto Tullio Cimber, que estaba encargado de comenzar la tragedia, se acercó a él como para pedirle una gracia. César le hizo señal para que dejase su petición para otro momento, y como Cimber le agarrase de la ropa, gritó: “¡Esto ya es violencia!”. Entonces, uno de los dos Carea le pegó en el cuello suavemente; César cogió por el brazo a Carea y le dio con un punzón que tenÃa en la mano; de pronto vio en todas partes aceros levantados contra él, y entonces se envolvió la cabeza y con la mano izquierda se estiró la ropa para caer con más decencia.
Llegó la hora. De nuevo, bravo por Suetonio: “encargado de comenzar la tragedia”, dice, y el ritmo no le falla. Se acerca Tullio Cimber, aún no hay palabras, sólo se acerca y César le hace un gesto, pero entonces se tocan, Cimber le agarra, y el contacto fÃsico lo precipita todo. Gritos, César grita, golpes, de uno de los Carea y César se defiende, entendiendo ya (pero aún no del todo) lo que querÃan decir los presagios. Qué rápido ocurre todo cuando por fin comienza: brillan muchos aceros y es entonces cuando César lo entiende todo. Tanto lo entiende que no se defiende ya, no se preocupa de lo poco que le queda de vida sino de estar decoroso en la muerte. De caer con decencia, dice Suetonio, y la tragedia está a punto de acabar.
Infiriéronle veintitrés golpes. Al primero lanzó una queja sin pronunciar una palabra. Algunos cuentan que dijo a Bruto cuando avanzaba para herirle: “¡También tú, hijo mÃo!”. Permaneció algún tiempo tendido en el suelo. Todos habÃan emprendido la fuga. Por último, tres esclavos lo condujeron a su casa en una litera, de la que colgaba uno de sus brazos. De todas las heridas, la única que su médico Antiscio encontró mortal fue la segunda, recibida en el pecho.
¿Lo están viendo como yo lo veo, amigos? Veintitrés veces se levantaron los hierros sobre César y la escena es casi muda, una queja y luego silencio, quizá o quizá no una imprecación a Bruto, para atormentar sus dÃas con la culpa de haber matado al que le querÃa como a un hijo y después, al suelo. Un tiempo, dice Suetonio, y todos habÃan emprendido la fuga, como si después de ese estallido de sangre todo se aquietara, como el silencio después de una explosión parece más silencio que antes de ella. Cuando vuelven los ruidos y recomienza la vida, sólo los esclavos se atreven a entrar a recoger al caÃdo y fÃjense qué hermoso detalle apunta Suetonio: uno de sus brazos colgaba fuera de la litera. Ese brazo inerte es signo seguro de muerte, es todo lo que se ve del que va en la litera, y quienes se cruzaron en el camino de los esclavos no pudieron albergar dudas al verlo. Para cerrar el cÃrculo, Suetonio vuelve a las heridas. De las veintitrés que le infligieron, la segunda terminó con él y todavÃa se alzaron y cayeron los hierros más de veinte veces sobre un hombre que ya no podÃa seguir vivo. Buf.
César está muerto y Suetonio, como si necesitásemos consuelo, nos cuenta que ésa fue la muerte que, en opinión de casi todos, hubiera deseado. Habla de los prodigios que siguieron, del cometa que brilló en el cielo durante los juegos que organizó Augusto, su heredero, y de cómo, a partir de entonces, se representó a César con una estrella sobre la cabeza. Habla de sus funerales, de la pira que consumió el cuerpo, de cómo el pueblo fue en masa a depositar ofrendas al campo de Marte y hasta los judÃos velaron junto a sus cenizas muchos dÃas. Y entonces, porque Suetonio es mucho Suetonio y escribe estupendamente, cierra la vida de César con el destino de los que le dieron muerte.
Ninguno de sus asesinos le sobrevivió más de tres años, y ninguno murió de muerte natural; todos fueron condenados, todos perecieron, y cada uno de manera diferente: unos en un combate, otros en un naufragio, y muchos se suicidaron con el mismo hierro que levantaron contra César.
Asà terminaron sus dÃas los asesinos y asà termina esta entrada, amigos. ¿Les ha gustado la prosa de Suetonio? Tiene otros retratos excelentes, como el de CalÃgula, que a lo mejor les traigo en otra ocasión, por si alguno todavÃa no se anima a darle un tiento a este libro estupendo. Y si quieren ver la muerte de César en una adaptación a la altura de la obra de Suetonio, échenle un ojo a Roma, donde Ciarán Hinds interpreta un César magnÃfico y donde hay que estar muy atentos al personaje de Bruto, que es puro tormento y culpa. O lean el Julio César de Shakespeare, con el famoso discurso de Marco Antonio. La ilustración que acompaña a esta entrada sale de ahÃ, la pintó Richard Westall, que también ilustró muchas otras obras de Shakespeare. Yo me vuelvo a mis cosas y espero verles pronto. Que llevo una racha de entradas que no me la creo ni yo.
Tengan cuidado ahà fuera, donde todavÃa no han pasado los idus de marzo.
4 Comments
Maravilloso.
Qué forma de disfrutar a Suetonio!! Gracias por compartirlo, jamás hubiera leÃdo siquiera un post sobre ello, y éste, hermana, tiene ritmo
BesÃn
¡Lector constante existe y ha seguido actualizando todos estos años!
Esto me pasa por confiar en los rss.
Menos mal que este año me ha traÃdo esta buena nueva y un montón de entradas antiguas que saborear poco a poco hasta ponerme al dÃa.
En fin, tenÃa que decirlo, le echaba menos, el suyo fue uno de los primeros blogs que empecé a seguir (de hecho no sabÃa lo que era un blog, lo aprendà con el suyo).
Tú si que tienes ritmo…