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  • Guárdate, César, de los idus de marzo

    Buenas tardes, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.

    El mes pasado, con la cosa navideña, me fui a Asturias, donde está la mitad de la Biblioteca Constante. Algunas veces me traigo de esos viajes algún libro, que se queda en Madrid y ya no vuelve, pero en los últimos tiempos intento no hacerlo, porque en la Biblioteca Constante madrileña ya no me cabe ni uno más y estoy empezando a prestar oído a los tentadores cantos de sirena del libro electrónico. Total, que en el último viaje me traje uno que tenía ganas de releer y de traerles a ustedes, que se lo merecen todo: Vidas de los césares, de Cayo Suetonio.

    Y dirán ustedes: “Vaya por Dios, con lo bien que íbamos con la novela negra”. No se alarmen, amigos. A todos, a mí la primera, nos intimida un poco el tocho clásico cuando lo vemos ahí, en esa sección desierta de la biblioteca. Sabemos que contendrá demasiadas fechas, demasiadas referencias a países que ya no se llaman como se llamaban (si es que aún existen como tales) y demasiadas batallas entre un tío que se llamaba Décimo Cayo Flavio y otro que también se llamaba Cayo, que así no hay quien los distinga, que parecemos abuelas viendo películas americanas.  Esto es así y a nadie que tenga Facebook le apetece.

    Olviden su justificado temor a morir de aburrimiento en un triclinium: para ayudarles a pasar el Rubicón y meterse hasta las trancas en la cosa romana estoy yo y está el bueno de Suetonio. Las vidas de los doce césares son estupendas, están escritas con una soltura y un saber hacer que para mí los querría y son muy, muy interesantes. Tampoco voy a engañarles: en cada biografía hay una pequeña parte que es una chapa poderosa, pero el Lector Constante que se vista por los pies sabe que hay que pasar unas cuantas piedras por el tamiz para encontrar oro.

    Suetonio, como le recomendó el Rey al Conejo Blanco, empieza por el principio, sigue hasta llegar al final y allí se para. Comienza hablando de la estirpe del césar, de su nacimiento y los prodigios que lo rodearon, porque los romanos eran muy fans del prodigio, y continúa con su educación hasta el momento de tomar la ropa viril, que es el momento en el que el romano deja de ser niño para empezar a ser hombre. A esto le siguen un par de etapas que son las que al Lector Constante pueden parecerle una pizca coñazo: la carrera del césar y sus batallitas. Es fácil perder el interés entre una batalla en la Galia cisalpina, un pleito con un tribuno de la plebe por el impuesto sobre el trigo y un discurso en el Senado sobre la ciudadanía romana. Desde aquí les oigo bostezar, amigos. Pueden pasar rápidamente esas páginas o pueden, si se ven con ánimo, leerlas con un buen mapa de las provincias romanas y un diccionario de romanos importantes. Lo primero, ¿verdad?

    Total, que lo mejor está por llegar. Las últimas etapas de las vidas de los césares son estupendas: vida privada, prodigios que anunciaron su muerte, muerte propiamente dicha y testamento. A poco que sepan ustedes de la cosa romana, sabrán que la vida privada de un romano ilustre era un desmadre y un despiporre. Vicios, orgías, crímenes, desafueros y jolgorio como si no hubiera un Júpiter. A Suetonio lo acusaron de cotilla y de morboso, como si de un presentador de Sálvame se tratara, pero a mí me parece que todo está escrito con la misma claridad y sencillez que el resto. Hasta diría, y ya me contarán cuando lo lean, que hay una delicadeza importante en Suetonio y en la forma en que habla de los vicios de quienes eran poco menos que dioses para su pueblo.

    Vamos al turrón. Una de las causas por las que me gusta Suetonio es el manejo del ritmo. Es difícil explicar qué es el ritmo en la escritura y yo misma sudo sangre cuando tengo que definirlo para un atento grupito de alumnos. Es de esas cosas, como limpiar o traducir, que destacan solamente cuando están mal hechas. Si usted está leyendo algo y no pierde el interés, si está deseando acelerar para saber qué ocurre después pero no lo hace porque está disfrutando como un marrano en un charco y tampoco quiere perderse nada, el autor ha acertado con el ritmo.

    Ejemplo al canto: el fragmento que van a leer es la muerte de Julio César. No hay nadie, a estas alturas, que no sepa cómo murió César y seguramente también lo sabían los coetáneos de Suetonio. No importa. Saber a dónde vamos, saber que es inevitable acabar ahí, no estropea la lectura en absoluto, al contrario. Vamos a ir leyendo y parando para comentar la jugada, si les parece. Alehop.

    Hubo prodigios admirables, que anunciaron a César su próximo fin. Se observó que los caballos que había consagrado cuando el paso del Rubicón y los había dejado pacer en libertad, se abstenían de tomar alimento y lloraban abundantemente. El augur Espurina le advirtió en un sacrificio que estaba amenazado de un peligro, al que se vería expuesto en los idus de Marzo. La misma noche anterior al día de su muerte, soñó que volaba sobre las nubes y tocaba la mano de Júpiter. Calpurnia, su mujer, soñó que caía el tejado de su casa y que su marido estaba en sus brazos herido de muchos golpes. Las puertas de su alcoba se abrieron por sí mismas.

    Empezamos bien, ¿verdad? Los animales hacen cosas raras, ése es un prodigio de manual. El augurio de Espurina es más claro, más fácil de interpretar, pero a mí me gustan especialmente los sueños. César duerme inquieto y Calpurnia también, y al llegar la mañana los dos han soñado algo funesto. Es bonito el de César, volar sobre las nubes, tocar la mano de Júpiter, pero a mí me parece muy tierno, por su simbolismo, el de Calpurnia, donde su marido es el tejado de su casa, el que la protege, y ese tejado va a caer muy pronto. No hacía falta la segunda parte para saber lo que significaba ese presagio terrible y, por si eso fuera poco, las puertas de la alcoba se abren solas. La cara de César tuvo que ser un poema.

    Todas estas razones y su salud, que era muy débil por entonces, le hicieron dudar si debía quedarse en casa y diferir para otro día lo que aquél tenía que hacer en el Senado; pero Décimo Bruto le exhortó a no faltar al Senado, donde le esperaban en gran número y desde hacía mucho tiempo.

    Bravo, Suetonio. El lector, y especialmente el lector que ya sabe lo que va a ocurrir, está que se sube por las paredes, deseando avisar a César, impedir que vaya hacia su muerte, gritarle: “¡No vayas al Senado, César, que no te espera nada bueno allí!”. Seguro que Calpurnia le dijo eso mismo, y sabemos que dudó. Como haríamos ustedes o yo, pensó: “Puedo faltar y decir que estoy enfermo”, que es una de las reacciones más humanas que yo he visto en mi vida. Pero allí se le esperaba desde hacía mucho tiempo.

    Salió a la quinta hora del día y le entregaron un escrito que contenía detalles de la conjuración; lo puso entre otros que llevaba en la mano izquierda, como dejando para más tarde su lectura. Inmoláronse muchas víctimas, sin que una sola diera presagios felices, y despreciando estos temores religiosos entró en el Senado, después de haber dicho a Espurina: “Ved cómo los idus de Marzo llegaron sin accidente”. “Todavía no han pasado”, contestó el augur.

    Todo se precipita. Suetonio golpea una y otra vez sobre lo inevitable y sobre cómo pudo haberse evitado. César pudo haberse quedado en casa, pero fue al Senado. Por el camino pudo haber sabido que iban a matarle, pero no lo supo. Cada paso le aproxima a su muerte y, como si alguien quisiera avisarle a gritos desde muy lejos, llegan los augurios funestos, pero tampoco César hace caso de ellos, los desprecia. A esas alturas es imposible que estuviera tranquilo y, sin embargo, muestra coraje y le dice a Espurina: “ha llegado el día y aún estoy vivo”. Con la respuesta del augur terminan las advertencias: el destino de César está sellado. No nos queda sino contemplar la tragedia.

    Cuando tomó asiento rodeáronle los conjurados como para hacerle la corte, y de pronto Tullio Cimber, que estaba encargado de comenzar la tragedia, se acercó a él como para pedirle una gracia. César le hizo señal para que dejase su petición para otro momento, y como Cimber le agarrase de la ropa, gritó: “¡Esto ya es violencia!”. Entonces, uno de los dos Carea le pegó en el cuello suavemente; César cogió por el brazo a Carea y le dio con un punzón que tenía en la mano; de pronto vio en todas partes aceros levantados contra él, y entonces se envolvió la cabeza y con la mano izquierda se estiró la ropa para caer con más decencia.

    Llegó la hora. De nuevo, bravo por Suetonio: “encargado de comenzar la tragedia”, dice, y el ritmo no le falla. Se acerca Tullio Cimber, aún no hay palabras, sólo se acerca y César le hace un gesto, pero entonces se tocan, Cimber le agarra, y el contacto físico lo precipita todo. Gritos, César grita, golpes, de uno de los Carea y César se defiende, entendiendo ya (pero aún no del todo) lo que querían decir los presagios. Qué rápido ocurre todo cuando por fin comienza: brillan muchos aceros y es entonces cuando César lo entiende todo. Tanto lo entiende que no se defiende ya, no se preocupa de lo poco que le queda de vida sino de estar decoroso en la muerte. De caer con decencia, dice Suetonio, y la tragedia está a punto de acabar.

    Infiriéronle veintitrés golpes. Al primero lanzó una queja sin pronunciar una palabra. Algunos cuentan que dijo a Bruto cuando avanzaba para herirle: “¡También tú, hijo mío!”. Permaneció algún tiempo tendido en el suelo. Todos habían emprendido la fuga. Por último, tres esclavos lo condujeron a su casa en una litera, de la que colgaba uno de sus brazos. De todas las heridas, la única que su médico Antiscio encontró mortal fue la segunda, recibida en el pecho.

    ¿Lo están viendo como yo lo veo, amigos? Veintitrés veces se levantaron los hierros sobre César y la escena es casi muda, una queja y luego silencio, quizá o quizá no una imprecación a Bruto, para atormentar sus días con la culpa de haber matado al que le quería como a un hijo y después, al suelo. Un tiempo, dice Suetonio, y todos habían emprendido la fuga, como si después de ese estallido de sangre todo se aquietara, como el silencio después de una explosión parece más silencio que antes de ella. Cuando vuelven los ruidos y recomienza la vida, sólo los esclavos se atreven a entrar a recoger al caído y fíjense qué hermoso detalle apunta Suetonio: uno de sus brazos colgaba fuera de la litera. Ese brazo inerte es signo seguro de muerte, es todo lo que se ve del que va en la litera, y quienes se cruzaron en el camino de los esclavos no pudieron albergar dudas al verlo. Para cerrar el círculo, Suetonio vuelve a las heridas. De las veintitrés que le infligieron, la segunda terminó con él y todavía se alzaron y cayeron los hierros más de veinte veces sobre un hombre que ya no podía seguir vivo. Buf.

    César está muerto y Suetonio, como si necesitásemos consuelo, nos cuenta que ésa fue la muerte que, en opinión de casi todos, hubiera deseado. Habla de los prodigios que siguieron, del cometa que brilló en el cielo durante los juegos que organizó Augusto, su heredero,  y de cómo, a partir de entonces, se representó a César con una estrella sobre la cabeza. Habla de sus funerales, de la pira que consumió el cuerpo, de cómo el pueblo fue en masa a depositar ofrendas al campo de Marte y hasta los judíos velaron junto a sus cenizas muchos días. Y entonces, porque  Suetonio es mucho Suetonio y escribe estupendamente, cierra la vida de César con el destino de los que le dieron muerte.

    Ninguno de sus asesinos le sobrevivió más de tres años, y ninguno murió de muerte natural; todos fueron condenados, todos perecieron, y cada uno de manera diferente: unos en un combate, otros en un naufragio, y muchos se suicidaron con el mismo hierro que levantaron contra César.

    Así terminaron sus días los asesinos y así termina esta entrada, amigos. ¿Les ha gustado la prosa de Suetonio? Tiene otros retratos excelentes, como el de Calígula, que a lo mejor les traigo en otra ocasión, por si alguno todavía no se anima a darle un tiento a este libro estupendo. Y si quieren ver la muerte de César en una adaptación a la altura de la obra de Suetonio, échenle un ojo a Roma, donde Ciarán Hinds interpreta un César magnífico y donde hay que estar muy atentos al personaje de Bruto,  que es puro tormento y culpa. O lean el Julio César de Shakespeare, con el famoso discurso de Marco Antonio. La ilustración que acompaña a esta entrada sale de ahí, la pintó Richard Westall, que también ilustró muchas otras obras de Shakespeare. Yo me vuelvo a mis cosas y espero verles pronto. Que llevo una racha de entradas que no me la creo ni yo.

    Tengan cuidado ahí fuera, donde todavía no han pasado los idus de marzo.

    Maldito cumpleaños II

    Buenos días, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.

    Esta semana he pisado poco la calle porque hace un frío del carajo, porque mi zona está tomada por los fans de la cosa navideña (así se los coma un reno) y porque tenía un montón de regalos de cumpleaños que leer. Después de El salario del miedo, como si se hubieran puesto de acuerdo, otro compañero me regaló esto:

    Lo edita, ya lo ven, Libros del Asteroide, que tiene libros muy bellos y de muchos colores y que ya tardaba en meterse a publicar novela negra con portada ídem. Lo escribe George V. Higgins, lo traducen al alimón Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté y le firma el prólogo Dennis Lehane.

    Es finito, no llega a las doscientas páginas y se lee en un decir Traga plomo, Joe. Y ahora que lo he terminado y tengo la mañana libre, vengo a  contarles por qué deberían leerlo. O, más bien, por qué deberían darle un tiento a la novela negra, en general, si es que a estas alturas de su vida todavía no se han animado. Que no pasa nada, que se puede uno morir sin haberla leído, pero también se muere gente sin haber follado nunca y coincidirán conmigo en que es una lástima.

    En el programa de radio, en la cuenta de formspring y alguna vez en el tumblr hablamos de novela de detectives, novela policiaca, novela negra, pulp, hardboiled, noir y demás maravillas. La clasificación es un poco liosa y yo misma no la tengo nada clara, pero podríamos empezar por definir el género diciendo que trata del delito: del que lo comete, del que lo sufre, del que lo previene y del que lo castiga. Como el delito tiene formas mil, pueden elegir ustedes el que más gracia les haga y en el marco que más les interese.  Hay robos audaces, violencia doméstica, corrupción policial, asesinatos en serie, secuestros de hijo de millonario, tráfico de drogas, crímenes por dinero, por miedo, por celos, por venganza, por casualidad. Persiguiéndolos hay policías, detectives privados, inspectores, picapleitos, comisarios, guardias civiles, sheriffs del condado, psicólogos, médicos forenses y hasta amables ancianitas que, mientras preparan tartas para el mercadillo de la iglesia o plantan camelias para el concurso de jardines, atrapan a peligrosos asesinos. Esto sucede en Valencia, en Birmingham, en Oslo, en Calcuta, en los bajos fondos, en las aristocráticas mansiones, en las aisladas abadías y hasta en naves espaciales. Y vio Dios que era bueno.

    El género es más popular que el pan y la leche, así que no les digo nada que no puedan ver si visitan una librería o una biblioteca, o si se han fijado un poco en lo que leen sus vecinos de asiento de tren o de toalla de playa. A veces hay novela histórica, a veces hay alguna basura firmada por Albert Espinosa, pero lo que nunca falta es el segundo tomo de Millenium o, en su defecto, algo de alguien que se apellida algo parecido a Svensson. La cosa nórdica lleva un tiempo haciéndose fuerte entre nosotros.

    Como la mies es mucha, nosotros más bien pocos y nuestro tiempo definitivamente limitado, conviene ir prevenido a la hora de elegir lo que se echa uno a la faltriquera. Los que se enganchan al enigma, al quién mató al sobrino del vicario, serán muy felices con Agatha Christie. Los que quieren marcos exóticos  se darán a los casos del comisario argelino Brahim Llob, a las andanzas rusas de Nastia Kaménskaya o a las pesquisas por México de Héctor Belascoarán Shayne. Los que encuentran dificultades a la hora de identificarse con un señor que vive en Castroculo o habla un idioma rarísimo, pueden leer las aventuras de Pepe Carvalho, las de los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro o las del periodista Julio Gálvez. Si alguien quiere mezclar géneros, puede irse a la histórica con Gereon Rath, comisario en la República de Weimar, o a la ciencia ficción con Carlos Clot, que vive e investiga en un Madrid que, tras la muerte de Franco, forma parte de los Estados Unidos.

    Total, que motivos hay a cascoporro para animarse a leer novela negra, y podría estar haciendo listas hasta el fin de los tiempos. Como últimamente RBA está editando maravillas sin cuento (las novelas de Parker, por ejemplo, y también recopilaciones de todo Chandler o de todos los casos de Sam Spade), y no hay viaje en tren o autobús que yo haga sin comprar algo en la librería de la estación, vendré de vez en cuando a recomendarles lo que me esté leyendo. Pero de momento voy a contarles cuál es mi criterio para elegir entre tanto material apetecible: los diálogos. Sabrán ustedes que yo me gano la vida escribiendo series para televisión. Si han visto alguna vez la pinta que tiene una página de guión, se habrán fijado en que, casi siempre, lo que predomina es el diálogo. Lo que no es diálogo, lo que llamamos acción, suele ser descriptivo y poco o nada literario. Una cosa así:


    Las acciones son importantes, ojo. Algunas veces hay que esmerarse describiendo el decorado, porque es la primera vez que lo vemos, pero si estás escribiendo Aída, no hace ninguna falta que le cuentes al director cómo es la tienda de Chema. Ya la ha visto mil veces y, a menos que haya algo importante que haya que resaltar para una trama (una bombilla medio fundida que provocará el incendio, unas cajas junto a la puerta que va a robar el Luisma), te puedes ahorrar los detallitos. En otras ocasiones, la descripción del decorado es la descripción del estado anímico de un personaje (el salón desastroso del que está deprimido y no sale del sofá, el despacho pulcro y ordenadísimo del maniático del orden), o el objeto que alguien esconde y la forma en que lo hace son factores importantísimos para entender lo que está pasando entre bastidores. Ahí hay que lucirse, explicarlo todo de la mejor manera posible y entender la diferencia entre ser claros y hacerle el trabajo al director o a los de maquillaje, que ya saben la pinta que tiene un tipo que ha recibido una paliza brutal y no necesitan que uno describa hasta el color de los cardenales.

    Me enrollo. Lo que iba a decirles es que las acciones suelen ser concisas y descriptivas porque son funcionales. Los diálogos también, claro, pero sin que se note. Tienen que contar lo que queremos contar, ajustarse al registro del personaje, tener ritmo, sonar naturales y no aprendidos en casita y, ya de paso, cautivar al espectador y dejarle muerto en el huerto. No es fácil, ya se lo digo. Yo tengo compañeros que dialogan como fieras, capaces de hacer creíble el conflicto más inverosímil con dos líneas de diálogo bien puestas. A mí algunas veces me cuesta más y otras menos, según la escena, los personajes, el conflicto y si he desayunado como es debido o no.

    Y a lo que íbamos: leer o escuchar diálogos estupendos ayuda mucho a la hora de aprender a dialogar. Imagino que es el equivalente de educar el oído cuando estás estudiando música, o el paladar y el olfato cuando te dedicas a la cocina. Por eso, a la hora de elegir lectura, es buena cosa fijarse en la calidad de los diálogos. Yo leí la trilogía Millenium, como todo el mundo, y no recuerdo una sola línea de diálogo que me llamase la atención. Ni una. Cero patatero.

    En cambio, miren qué bonito diálogo mantienen estos dos personajes de Los amigos de Eddie Coyle: Jackie Brown, traficante de armas, y el mazas (el propio Eddie), que necesita unas pistolas y discreción absoluta:

    —No lo comprendes de la misma manera que lo comprendo yo —dijo el mazas—. Tengo ciertas responsabilidades.

    —Mira —dijo Jackie Brown—, te digo que lo comprendo. ¿Sabes cómo me llamo o no?

    —Lo sé —replicó el mazas.

    —Pues ya está —dijo Jackie Brown.

    —De ya está, nada —dijo el mazas—. Ojalá me hubieran dado cinco centavos por cada vez que he sabido cómo se llamaba alguien, de veras. Mira esto. —El mazas extendió los dedos de la mano izquierda sobre la mesa de formica con motas doradas—. ¿Sabes qué es esto?

    —Tu mano —le espetó Jackie Brown.

    —Espero que examines las pistolas con más atención que esta mano —dijo el mazas—. Mírate la tuya, maldita sea.

    Jackie Brown extendió los dedos de la mano izquierda.

    —Sí —dijo.

    —Cuenta cuántos nudillos tienes, joder —dijo el mazas.

    —¿Todos? —preguntó Jackie Brown.

    —Oh, Dios —exclamó el mazas—. Cuenta todos los que te dé la gana. Yo tengo cuatro más. Uno en cada dedo. ¿Sabes cómo me salieron? Compré material a un menda, del que también sabía cómo se llamaba, y el material fue rastreado y al tipo lo condenaron a entre quince y veinticinco años. Los cumple en la cárcel de Walpole, Massachusetts, y sigue allí, pero tenía amigos, y ellos me hicieron unos nudillos nuevos. Me metieron la mano en un cajón y, luego, uno de ellos cerró el cajón de una patada. Me dolió del carajo. No tienes ni idea de lo que me dolió.

    —¡Jesús! —dijo Jackie Brown.

    —Lo que hizo que me doliera más —dijo el mazas—, lo que empeoró el dolor fue saber lo que iban a hacerme, ¿comprendes? Estás allí y ellos te dicen que has cabreado a alguien, que has cometido un gran error y que ahora hay alguien chupando talego por ello y que no es nada personal, entiéndelo, pero tiene que hacerse. Ahora pon la mano ahí. Y tú piensas en no hacerlo, ¿sabes? Cuando era pequeño, iba a la catequesis y la monja me decía “Pon la mano”, y las primeras veces que lo hice me pegó en los nudillos con una regla de borde metálico. Como lo oyes. Conque un día, cuando me dijo “Pon la mano”, yo le dije “No”. Y entonces me pegó con esa regla en la cara. Pues esa vez igual, salvo que estos tíos no están cabreados, no se cabrean contigo, ¿entiendes? Son tipos a los que ves constantemente, tipos que a lo mejor te caen mal o que no te caen mal, con los que has tomado una copa o has salido a buscar tías. “Eh, Paulie, escucha, no es nada personal, ¿sabes? Has cometido un error. La mano. No quiero tener que pegarte un tiro, ¿vale?”. Así que pones la mano, la que tú quieras, yo puse la izquierda porque soy diestro y porque, como ya he dicho, sabía lo que iba a pasar, y entonces ellos te ponen los dedos en el cajón y uno de los mendas lo cierra de una patada. ¿Has oído alguna vez el ruido que hacen los huesos cuando se rompen? Es como cuando alguien parte una tablilla. Duele del carajo.

    —¡Jesús! —dijo Jackie Brown.

    —Exacto —dijo el mazas.

    ¿Les ha gustado? Pues ya saben por qué deberían leer Los amigos de Eddie Coyle o cualquier otra novela negra cuyo autor sepa su oficio y no se escude en el efectismo del asesino en serie, los recovecos del enigma o el exotismo de la India milenaria para tocarse los cojones y descuidar los diálogos. Y quien dice los diálogos, dice la prosa, claro. De eso hablaremos en otra ocasión. Hale, circulen, que aquí ya no hay nada que ver.

    Y tengan cuidado ahí fuera, donde no es nada personal.

    Maldito cumpleaños

    Buenos días, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.

    Hace diez días fue mi cumpleaños. Hubo flores, hubo un donut con una velita y un compañero que me presta a menudo novela negra y libros de cine me trajo este regalito:

    Lo edita Contraseña, lo traduce Encarna Castejón y el diseño de la portada es de Alberto Gamón. A lo mejor ustedes ya lo conocían, porque hay una película basada en él, con Yves Montand, y por lo menos dos remakes, uno de ellos dirigido por William Friedkin, que es el señor que dirigió El Exorcista.

    Yo, que soy ignorante y he visto poco cine, no conocía las películas. Y además, la literatura francesa y yo tenemos una relación complicada: empezamos muy bien con El pequeño Nicolás y Astérix, pero a partir de ahí todo fue cuesta abajo, con alguna remontada (Camus, Rimbaud, Madame de Sévigné) y poderosos bajones (Houellebecq, Céline). Como les estoy viendo venir en los comentarios, aclaro que mi prejuicio antigabacho no es absoluto, ¿eh?  La poesía es estupenda y qué sería del tebeo sin los franceses. Lo que ocurre es que todavía no he leído nada que supere a René Goscinny. Esto es así.

    En fin, me enrollo. Mi compañero me regaló el libro, yo le di las gracias y me puse a leerlo. Ya lo he terminado y no sé si podría recomendarlo alegremente, pero sí puedo decirles que merece un vistazo, aunque sea solamente por la premisa: una compañía petrolera necesita transportar nitroglicerina para apagar un incendio de dimensiones aterradoras. Para el transporte contrata a unos cuantos buscavidas que languidecen muertos del asco en un pueblecito mísero de Guatemala. La nitroglicerina va en camiones y no necesito explicarles hasta qué punto es peligroso conducir un cacharro de tropecientas toneladas, cargado con un líquido que sólo necesita un bache un poco profundo o una curva complicada para hacer kaboom y mandar camión, conductor y carretera a tomar por el culo.

    Yo no sé conducir. Una vez iba en coche con un amigo y nos dimos una hostia preciosa contra otro coche y contra un quitamiedos. Salimos del asunto sin un rasguño, pero desde entonces me subo a los coches encomendándome a San Cristóbal y me tiro todo el viaje pensando en cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte, tan callando. Si ustedes saben conducir, es fácil que disfruten algunos detalles del libro que para mí son incomprensibles, como… yo qué sé, darle al embrague y meter segunda o revisar el líquido de los amortiguadores. Yo no entendí un carajo de lo relativo a la mecánica de la conducción, pero de todas formas pasé un buen rato de tensión y muchos nervios.

    Les dejo un extracto que me pareció bonito. Así estaban las cosas en el bar del pueblo de mierda antes de que llegara la oferta de la petrolera. Nunca fue tan cierto lo de salir de Guatemala y meterse en Guatepeor.

    Se puede decir que a aquella hora no había un alma en el Corsario. Fuera caía el penoso calor de media mañana. Poco después, a eso de las once, sonaría el disparo que anunciaba la salida de los muelles. Los trabajadores del puerto irían a recobrar un poco de ánimo ante un vaso de aguardiente, a respirar el olor de las mujeres. Algunos caerían en la trampa de un par de muslos morenos entrevistos por la abertura de una falda, de una lengua lamiendo unos labios demasiado pintados de carmín. Las mujeres se apresurarían a precederles hacia los reservados, balanceando las caderas a cada paso. Ellos correrían las cortinas tras de sí, y sería peor que si hiciesen el amor delante de todo el mundo. Pero, de momento, todo estaba en calma. Sólo andaban por allí los fumadores de marihuana.

    Pues los cigarrillos de cajetilla que inhalaban los tres hombres, lanzando luego densas bocanadas de humo gris, estaban atiborrados de marihuana, la droga del delirio controlado. Cuatro gramos de hierba, y uno cierra los ojos, empieza la feria de los sueños: elija lo que quiera. En un cuarto de hora puede ser usted Hitler bailando la giga en el terraplén de Chaillot, el conductor del Maserati que siempre había deseado –y nunca podido– comprar, el amante de Rita Hayworth con todas sus consecuencias, un profesor de filosofía y lenguas orientales, un padre de quintillizos. Y la historia no acabará con el suicidio en el búnker, o aplastado por un plátano, o en el coche en llamas, o a causa de una vergonzosa enfermedad. Hará usted el amor siete veces y aún tendrá ganas de hacerlo una vez más; ya no habrá etimologías desconocidas, ni siquiera dudosas, y le estrechará la mano al rey de Inglaterra. Evidentemente, cuando despierte tendrá que volver a empezar.

    Hale, ahí lo tienen. Si a alguien le ha picado la curiosidad y lo quiere, yo se lo presto. Y ya les contaré qué tal están otros regalos de cumpleaños que tengo por aquí y que pensaba recomendar en Libros para la cama. Eso ya no ocurrirá, porque hemos cerrado la sección hasta que Alicia Álvarez tenga su bebé y se reincorpore al programa. A lo mejor entonces recomendamos Libros para la lactancia. Quién sabe.

    Tengan cuidado ahí fuera, donde el delirio no está controlado.

    La quinta silla terminó en Francia

    Buenas tardes, Amigos y Desconocidos Lectores Constantes.

    Hoy vengo a enseñarles un libro estupendo, un tesoro digno del rescate de un rey, una joya que da lustre a cualquier biblioteca. Alehop:

    Lo edita el Fondo de Cultura Económica (aleluya, hosanna) y lo traduce Odette Smith.

    La primera vez que oí hablar de este libro fue en las páginas de Pesadillas y alucinaciones, que es una antología de relatos de Stephen King. Los relatos no están nada mal, pero lo más interesante son las notas que acompañan a cada relato, donde King cuenta un poco la génesis de esas historias y algunas anécdotas sobre el proceso de escritura. En las notas del relato La casa de Maple Street, dijo así el Autor Constante:

    ¿Recuerdan a Richard Rubinstein, mi amigo productor? Fue él quien me envió el primer ejemplar de The Mysteries of Harris Burdick, de Chris Van Allsburg, con una nota que decía, con su letra puntiaguda: “Te gustará”. Eso era todo y, en realidad, no era necesario decir más. Me gustó.

    The Mysteries of Harris Burdick es una serie de dibujos, títulos y epígrafes del epónimo Burdick, y los relatos no aparecen por ninguna parte. Cada combinación de dibujo, título y epígrafe es una especie de ficha de test de Rorschach, y acaba configurando más bien un índice de la mente del lector-observador que de las intenciones de Van Allsburg. Una de mis fichas predilectas muestra un hombre con una silla en la mano, dispuesto a todas luces a utilizarla como cachiporra si se tercia, que observa una extraña protuberancia de aspecto orgánico que se alza bajo la moqueta de un salón. El epígrafe reza: “Pasaron dos semanas y volvió a ocurrir”.

    Teniendo en cuenta mis ideas sobre la motivación, es evidente que me atrae ese tipo de cosas. ¿Qué es lo que volvió a ocurrir después de dos semanas? No creo que importe. En nuestras peores pesadillas no hay más que sustitutos de lo que nos persigue hasta hacernos despertar temblando y sudando de miedo y de alivio.

    A mi esposa, Tabitha, también le impresionó el libro, y propuso que cada miembro de la familia escribiese un relato inspirándose en una de las fichas. Tabitha escribió el suyo, y nuestro hijo pequeño, Owen, entonces con doce años, escribió otro. Tabby escogió la primera imagen del libro, Owen la del medio, y yo, la última. Con el amable permiso de Chris Van Allsburg, he incluido aquí mi contribución.

    Las notas del señor King no incluían la ilustración a la que se refería, pero de todas maneras me dejó muy, muy intrigada. ¿Qué extraño libro era ése? ¿Qué ilustraciones habían elegido Tabitha y Owen? Me moría por verlas. ¿Serían todas tan inquietantes como la que King describía? Y a todo esto, ¿por qué los relatos a los que aludía “no aparecían por ninguna parte”? Había que encontrar ese libro fascinante y había que hacerlo ya. Mejor hoy que mañana. Hop, hop.

    Naturalmente, cuatro días después yo ya había olvidado Los misterios del señor Burdick, abstraída en sabe Dios qué estúpida actividad, y no volví a recordarlo hasta hace dos semanas, cuando mi amiga mexicana Libia vino a hacerme una visita a Madrid.

    Mi amiga Libia me enseñó cantidad de hermosísimas expresiones mexicanas (“la manga del muerto”, por ejemplo, o “tiro por viaje”), me preparó un exquisito pez al horno con salsa de mostaza y me trajo de regalo un par de autores  muy recomendables: el uruguayo Felisberto Hernández y el mexicano Jorge Ibargüengoitia. Gracias mil, amiga Libia.

    En esta casa es devoción lo que hay por el refranero, y el refranero dice que es de bien nacidos ser agradecidos, así que correspondí a sus atenciones preparándole un estupendo bocadillo de pan de semillas, queso asturiano y tomates secos macerados en aceite y ajo. Nos lo comimos en el parque del Retiro, donde se celebraba la feria del libro. Acabados los bocadillos, paseamos, compramos un libro aquí y otro allá, pedimos alguna firma y nos acercamos a la caseta del Fondo de Cultura Económica, donde Libia estuvo trabajando durante un tiempo. Con la seguridad del que se mueve en terreno conocido, revolvió un poco entre los ejemplares expuestos, sacó uno, lo pagó y me lo regaló. Imaginen mi cara de pasmo absoluto cuando veo que resulta ser Los misterios del señor Burdick. Alegría, alborozo y una piñata. Nunca mejor dicho.

    Total, que caí sobre el libro como César sobre los galos y por fin quedó aclarado el misterio de por qué no hay relatos que acompañen al título y al epígrafe de cada ilustración. El propio Chris Van Allsburg lo explica detalladamente en la introducción y esto dice:

    La primera vez que vi los dibujos de este libro fue hace un año, en la casa de un hombre llamado Peter Wenders. Aunque el señor Wenders ahora está jubilado, en otro tiempo trabajó para un editor de libros para niños, seleccionando las historias y las imágenes que luego se convertirían en libros.

    Hace treinta años llegó un señor a la oficina de Peter Wenders, presentándo e con el nombre de Harris Burdick. El señor Burdick le contó que había escrito catorce cuentos y dibujado muchas ilustraciones para cada uno de ellos. Había llevado un solo dibujo de cada cuento, para ver si a Wenders le gustaba su trabajo.

    Peter Wenders quedó fascinado con las ilustraciones. Dijo a Burdick que le gustaría leer los cuentos lo antes posible. El artista quedó en llevárselos al día siguiente por la mañana y dejó los catorce dibujos con Wenders. Sin embargo, no regresó al día siguiente ni el día después de ése. Nunca más se volvió a oír de Harris Burdick. A lo largo de los años, Wenders trató de averiguar quién era Burdick y qué le había sucedido, pero no pudo descubrir nada. Hasta la fecha, Harris Burdick sigue siendo un misterio absoluto.

    Su desaparición no es el único misterio que dejó. ¿Qué historias acompañaban estos dibujos? Hay algunas pistas. Burdick había escrito un título y un epígrafe para cada ilustración. Cuando le comenté a Peter Wenders cuán difícil era mirar las imágenes y sus epígrafes sin imaginar un cuento, él sonrió y salió de la habitación. Regresó con una caja de cartón cubierta de polvo. Contenía docenas de historias; todas inspiradas por los dibujos de Burdick. Habían sido escritas hacía años por los hijos de Wenders y sus amigos.

    Pasé el resto de mi visita leyendo estas historias. Eran notables, algunas extravagantes, otras divertidas y algunas francamente espeluznantes. Con la esperanza de que otros niños sean nuevamente inspirados por los dibujos de Burdick, los reproducimos aquí por primera vez.

    A estas alturas de la película, imagino que estarán ustedes deseando ver el trabajo del misterioso señor Burdick. O eso espero, vaya. No lo demoraré mucho, no se apuren. Solamente dos apuntes y allá vamos:

    1. La señora Tabitha King y montones de lectores de este libro hicieron lo correcto: usar las ilustraciones para entretener a hijos, sobrinos, amigos y vecinos. Sigan ustedes, queridos Lectores Constantes, su estupendo ejemplo. Poner a los Pequeños Lectores Constantes a escribir un relato inspirado en cualquiera de estas ilustraciones asegura una tarde tranquila (mientras los niños escriben) y una noche emocionante (mientras los leen a la luz de las velas). Ojalá mis padres lo hubieran conocido.
    2. Como no quiero fastidiarles completamente la sorpresa, he seleccionado unas cuantas imágenes y he dejado fuera de la selección otras tantas. Si les come la intriga, no tienen más que darse una vueltecita por la red, donde es fácil encontrar todas las ilustraciones y muchos, muchos relatos de muchas, muchas personas que llevaron a cabo lo que les propongo ahí arriba.

    Y ahora sí, por fin, Los misterios del señor Burdick. Que los disfruten.

    ARCHIE SMITH, NIÑO MARAVILLA

    Una vocecita preguntó: -¿Es él?

    DEBAJO DE LA ALFOMBRA

    Pasaron dos semanas y volvió a suceder.

    UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO

    Lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso.

    OTRO LUGAR, OTRO TIEMPO

    Si había una respuesta, él la encontraría allí.

    HUÉSPEDES SIN INVITACIÓN

    Su corazón latía desbocado. Estaba seguro de que había visto girar el tirador de la puerta.

    LA BIBLIOTECA DEL SEÑOR LINDEN

    Él la había prevenido sobre el libro. Ahora era demasiado tarde.

    LAS SIETE SILLAS

    La quinta silla terminó en Francia

    SÓLO POSTRE

    Acercó el cuchillo y se iluminó aún más.

    CAPITÁN TORY

    Movió su farol tres veces y lentamente apareció la goleta.

    LA CASA DE MAPLE STREET

    Fue un despegue perfecto.

    Con esto cerramos, amigos. Tengan cuidado ahí fuera, porque cuando pasen dos semanas, volverá a suceder.

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